Es característico de la vejez
espiritual refugiarse en lo inevitable. La realidad está determinada por un
conjunto de leyes que no deben ser evitadas y que sólo imprudentemente pueden
ser vulneradas. Aunque no conozcamos con exactitud la fuente legitimadora de
tales normas y aunque tal vez vislumbremos con mayor o menor claridad su
injusticia, es aconsejable una actitud de prudente respeto. Al fin y al cabo no
son sólo los principios que rigen la realidad, sino que emanan directamente de
ella. Son, por tanto, inevitables, pues la realidad se reproduce a sí misma.
Toda actitud que desconozca o desdeñe esta verdad deriva de la pasión, y por
añadidura, de la pasión por lo irreal.
Hasta hace poco tiempo, como
es sabido, estar imbuido por tal pasión no era un hecho vergonzante, sino que,
al contrario, parecía un motivo de orgullo para quienes la detentaban.
Identificada con la rebeldía ‑política, ideológica o simplemente mental‑, era
voceada con altivez contra los centinelas, o siervos, de la realidad. Veíase en
ella una superior sabiduría de la vida, importando poco si ésta pecaba de
inexperimentada, de fantasiosa, de salvaje. Creíase que con ella era posible
conquistar cielos. Ahora, sin embargo, ha sido arrojada a los infiernos de la
inteligencia, y además no está de moda.
Ahora es de buen gusto tener
los pies férreamente fijados al suelo, y lo inteligente es acogerse con
destreza a la sabiduría de la senilidad. Los que la han practicado desde
siempre ‑esos en los que el nacimiento biológico coincide con la senectud
espiritual‑ se mueven, claro está, como pez en el agua; pero también los
advenedizos han aprendido a nadar en este mar apacible con notable rapidez, y
con igual celeridad han comenzado a gozar del discreto encanto de sus ventajas.
¿Para qué seguir rindiendo culto a lo inalcanzable cuando se puede disfrutar,
con un sentimiento de renuncia cada vez más diluido, de lo que está al alcance
de la mano? Lo que ahora está de moda es el culto de la realidad. Quizá en él
no se halle el goce intenso, mas demasiado quimérico, de la pasión; pero, como
contrapartida, sí permite un hedonismo ligero y perspicaz.
Únicamente hace falta mirar
alrededor, aseguran los nuevos hedonistas al justificar su nuevo culto. ¿Es
éste un mundo apto para las pasiones? Evidentemente no. Es más: el mundo actual
ha reducido a temeraria irresponsabilidad la pasión por lo irreal. Nos guste o
no nos guste ‑continúan‑, la historia, que sí estuvo henchida de pasiones ‑y de
guerras, por tanto‑, nos ha abocado a un escenario que prohíbe expresamente
toda pasión. La historia se ha nutrido de ideologías, revoluciones e
irrealidades. Ello era posible, y lícito, en el pasado, pero actualmente el
espíritu de la guerra se ha erigido en el albacea absoluto de la realidad. Y no
podemos sino ser responsables ante este hecho.
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