Nuestro siempre querido y benemérito, ilustrado,
huecograbado, grapado, encuadernado y siempre cargado y hasta sobrecargado de
razón diario monárquico de la mañana, el ABC, debía de tener en nómina para la
merecidamente prestigiosa sección zig‑zag
un par de grandes talentos, modestamente anónimos, que a menudo acertaban a
admirarnos y deleitarnos con sus no por agudamente críticos menos ponderados
comentarios sobre todo lo humano y aun sobre lo divino, ejerciendo, en verdad,
como auténticos maîtres á penser, aquel magisterio de opinión que tantos
echamos a faltar en la desorientada sociedad española. Una vez más, en el zig‑zag, supieron deslumbrarnos con la
crítica, no por severa menos respetuosa y constructiva, del epígrafe
oportunamente resaltado con recuadro y titulado Contra el limitador de
velocidad, que merece ser
transcrito por entero:
«La propuesta del
director general de Tráfico consistente en instalar un limitador de velocidad
en los automóviles para que no puedan superar los 130 kilómetros por hora ha
sido rechazada por especialistas, fabricantes, aseguradores y entidades
automovilísticas. El aumento de los accidentes de tráfico mortales durante este
verano puede explicar que Muñoz Repiso haya sondeado la opinión pública acerca
de un aparato que se ha instalado ya en algunas series de ciertas marcas. Con
independencia del quebranto que semejante medida entrañaría para las ventas de
coches de gran cilindrada, cabe criticar tanto su inutilidad como su abusiva
restricción de la libertad. Hay quienes piensan que podría incluso aumentar el
número de accidentes al provocar una pérdida de potencia en los vehículos en
maniobras que pueden requerir un incremento de la velocidad [¡magnífica paráfrasis para evitar delicadamente la siempre ominosa palabra
‘adelantamientos’!]. La medida, tan
equivocada como bien intencionada, entraña además una paternalista limitación
de la libertad individual».
No es necesario encarecer la manifiesta clarividencia y
la penetración intelectual con que el anónimo autor acertaba, en tan pocas líneas,
a descubrirnos la sustancia teórica de la cuestión: que el miedo a la velocidad
es, por donde quiera que se mire, represivo, o, por usar la clásica expresión
de Erich Fromm, literalmente ‘miedo a la libertad’.
Aun yo mismo, que padezco el humillante handicap
de no haber aprendido a guiar un auto, me doy perfectamente cuenta de hasta qué
punto la velocidad es no solamente el símbolo supremo, sino también la verdad
fundamental de la libertad individual y de la autoafirmación y autorrealización
del individuo. ¿Qué eran sino expresión de la libertad individual, del dominio
del hombre sobre la naturaleza a través de la velocidad, aquellos dos enormes
glandes de hierro niquelado, que en los autos americanos de los años 50
reforzaban el parachoques delantero (acaso con el fin práctico sobreañadido de
que la cabeza del atropellado no rompiese los cristales de los faros?
Pero se trata, además, de una libertad individual que
tiene los benéficos efectos de reducir, por una parte, el ingente despilfarro
estatal que suponía el mantenimiento de unos transportes públicos, como el de
la RENFE franquista, que apestaban, por añadidura, al jurásico estatalismo de
una ideología colectivista hoy, por fortuna, definitivamente derrotada y
trasnochada, y renovar, por otra parte, aunque tal vez no tan rápidamente como
sería de desear, la obsoleta y hasta paleozoica cutrez de la urbanística de las
viejas ciudades europeas (como demuestra su total inadecuación a las necesidades
de aparcamiento de los automóviles, obligando al peatón, y en especial a las
pobres amas de casa que empujan el cochecito que transporta la delicada carga
de sus niños o acarrean la pesada bolsa de dos ruedas en la que traen la compra,
a la incomodidad de tener que dar todo un rodeo para franquear la cerrada
barrera de automóviles), abriendo con ello el paso a nuevos esplendores del
arte arquitectónico y dando, a la vez, un vigoroso impulso a la creación de riqueza derivada de la empresa inmobiliaria.
La actitud, tan sólo en apariencia inocentemente timorata
ante los riesgos de la velocidad ‑que es el máximo signo del Progreso a la vez
que su logro más deslumbrador‑ pero en el fondo solapadamente reaccionaria de
los hoy encubiertos enemigos de la Sociedad
Abierta y de su valor supremo, la libertad individual, no repara,
naturalmente, en el enorme perjuicio económico, con secuelas de alcance
imprevisible para el desempleo, que la limitación de velocidad podría
acarrearle al importantísimo ramo empresarial de las industrias y servicios
relacionados con el automovilismo, desde las fábricas de autos hasta las
compañías de seguros, pasando por gasolineras y talleres de reparación,
ignorando deliberadamente y del modo más irresponsable y temerario hasta qué
punto el consumo no es un fin en sí, destinado a satisfacer el egoísmo de
sórdidas necesidades o míseros caprichos personales y domésticos, sino un
auténtico servicio público, y hasta un deber de ciudadanos, absolutamente
indispensable para la buena marcha, el mantenimiento y el constante crecimiento
de la producción, con el fin último de la creación de riqueza. Esa limitación de velocidad que trataban de imponer sería, por último,
gravemente atentatoria contra los legítimos derechos de los propietarios de
automóviles de gran cilindrada, que, en razón del alto precio que tienen que
pagar por sus vehículos, no sólo son los que soportan el mayor gravamen
tributario que va a engordar las insaciables arcas de la Administración (amén
de que, por añadidura, y dicho sea de paso, seguiremos estando en una situación
de auténtica extorsión fiscal por parte del Estado, mientras los derechos de
cada ciudadano no sean directamente proporcionales al monto de los impuestos
que se vea forzado a pagar contra su voluntad, por culpa de la arbitraria y
sospechosamente demagógica y hasta electoralista falta de equidad de la actual
legislación impositiva), sino también los que, con ese magnánimo gesto de
desprendimiento con que ni tan siquiera andan mirando la etiqueta que marca el
ingente precio de sus automóviles, contribuyen en mayor grado, desde el lado
del consumo, a la creación de riqueza nacional.
La limitación de la velocidad automovilística entraría,
en fin, en hiriente y hasta ofensiva contradicción con el grandioso empeño con
que el hombre ha luchado y se ha sacrificado a lo largo de la historia hasta
alcanzar la libertad del individuo y en aras de la cual aún hoy se arriesga a
los estragos de las mareas negras, con pérdidas de millones de dólares, ya por
los daños producidos, ya por los gastos que impone el reabsorberlas. ¡Supremo
bien de la libertad individual, por cuya causa hubieron de morir recientemente
millares de kuwaitíes y fue preciso sacrificar centenas de millares de iraquíes
y hasta más de 80 norteamericanos! ¡Supremo bien, en cuyo ejercicio y por cuya
conservación aceptan anualmente de buen grado hacer ofrenda de sus propias
vidas hasta cinco millares de usuarios de automóvil españoles, por no hablar de
los peatones! ¡Supremo bien, en defensa del cual millares de campesinos se
avienen gustosamente al patriótico sacrificio de ver multiplicada por 50 o por
100 la distancia que antes de la interposición de las autovías (alambradas por
ambos lados a lo largo de todo su trayecto no sólo para que el automovilista pueda
gozar de la plenitud de su libertad individual a través del cosquilleo que le
sube por todo el cuerpo desde la punta del pie con que mantiene pisado a fondo
el acelerador, sino también, no lo olvidemos, para salvar vidas de peatones)
separaba su aislado caserío del de otros campesinos amigos o parientes!
La limitación de la velocidad automovilística sería, así
pues, el más gratuito y más infame insulto a tantos sacrificios en favor de la
libertad individual y a quienes por amor de ella supieron aceptarlos y
sufrirlos, pero sobre todo y muy especialmente para esos auténticos mártires de
la libertad individual, conscientemente dispuestos a inmolar sus vidas, a veces
achicharrados en la viva llama de sus bólidos volteados e incendiados, como son
los heroicos corredores de las grandes carreras de automóviles, como las
tristemente célebres y por lo mismo tanto más fervorosamente concurridas y
admiradas de Le Mans o Indianapolis.
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