Azares ingobernables, ocasiones de
vertiginoso progreso, hundimientos violentos, imposibilidad de aplicar
cualquier estrategia, esperas tediosas, retrocesos fatales y, cuando se está
cerca de la victoria, una vuelta a empezar que tan solo un momento antes habría
parecido inconcebible. Laberintos, cárceles, pozos, dados, calaveras, rescates.
Podría tratarse, qué duda cabe, de España, pero convengamos en que se está
hablando del juego de la oca. «De todas las historias de la Historia / sin duda
la más triste es la de España / porque termina mal», dejó dicho Jaime Gil de
Biedma, dando a entender que lo natural de las historias es acabar bien y que,
de no hacerlo, siempre cabrá encontrar alguna anomalía que lo explique todo, un
gato negro que se cruzó en el camino y que echó los tiempos a perder,
dejándolos irreconocibles. Sería muy poco edificante enseñar en las escuelas
que toda historia ‑y no solo la de España‑ es como el mencionado juego
infantil, que lo normal es tener que volver a empezar cuando se está en puertas
de un éxito tenido por definitivo y que los triunfos, de darse, se deben a un
azar ciego y no tienen nada que ver con la inteligencia ni con la virtud.
La pregunta decisiva, tan cansinamente repetida
en los últimos años, no puede resultar más familiar: ¿qué es exactamente ‑y en
el adverbio se hará el mayor hincapié‑ lo que ha tenido que ocurrir para que
todo se haya ido al traste cuando mejor iban las cosas y cuando parecía que por
fin la prosperidad formaba parte de nuestro destino? La experiencia enseña que
se puede tardar siglos en contestar a esta clase de preguntas. Pero conviene
decirlo con claridad: en apenas unos años se ha producido el desplome más
aparatoso imaginable del conjunto de supuestos
en torno al cual ha girado durante por lo menos el último siglo la
modernización del país. Cuando ocurre una cosa así, es difícil que las aguas
vuelvan pronto a sus cauces, y más vale inventar otros supuestos o
acostumbrarse a vivir sin ellos.
Lo que se ha venido abajo es
la construcción intelectual que se impuso con el descrédito de la retórica del
98, cuando la generación de Ortega sustituyó el lenguaje del imperio perdido y
de la Castilla mística por el de la nación joven y la Europa promisoria. Hace ya
más de 100 años, un puñado de intelectuales inventó su propia Europa y se
dispuso a convencer al país de las bondades de su mito. Que a partir de 1914
esta misma Europa se desangrara en la más siniestra orgía de muerte que han
conocido los siglos era una anécdota muy secundaria para cualquier profesor
madrileño de pro. Con más o menos experiencia y viajes a sus espaldas, el
ensayista español es una criatura prodigiosamente apta para prescindir de la
realidad, ya lo haga desde Salamanca, ya desde Marburgo. La historia de España,
se pensó entonces, ha sido siempre el juego de la oca, pero nuestra condición
miserable, azarosa y rezagada puede enmendarse dejando fluir la vitalidad del
país y educándola con un poco de cosmopolitismo viajero y cierta dosis de
periodismo cultural.
Un siglo de retórica europeísta debería haber
sido bastante para que hasta el más escéptico se persuadiera, aunque fuese por
aburrimiento, de que la asimilación a Europa se había producido ya. Pero lo que
se ha venido abajo en estos años es el convencimiento de que nuestra secular
conjunción de azar, miseria y atraso había quedado exorcizada para siempre, y
de que, con razonable certeza, estábamos inmunizados contra ella. ‘Europa’ era
el nombre de esa inmunidad, y entrar en Europa era, exactamente, abandonar para
siempre el juego de la oca.
La quimera de la España europea era, en verdad,
un castizo producto picaresco. Ha llegado la hora, se juzgó, de quedarnos
astutamente con lo bueno del norte y lo bueno del sur: pensiones, subsidios,
sanidad y enseñanza como los protestantes, pero sol, calle, taberna y fiesta
como siempre se han disfrutado aquí. Es preciso reconocer que la idea española
del papel del país en Europa se fundaba en toda clase de errores. La palabra ‘Europa’
estaba libre de cualquier connotación desfavorable: era la tierra de la
ciencia, de la ópera, de la filosofía, de las catedrales góticas y del
laicismo, así como de la tolerancia y hasta de la licencia en materia de sexo;
la patria de las personas educadas, prósperas y bien alimentadas y el lugar al
que genuinamente pertenecíamos y del que nos habían sacado violentamente la
Mesta, la Escolástica y la Inquisición.
No es necesario dar detalles
sobre el destino que a España le estaba reservado por Europa ni sobre la ilusa
insensatez que nos llevó a ignorarlo. En verdad es necesaria una mitología muy
fantástica para llegar a pensar que un súbdito de Madrid, de Valencia o de
Huelva pertenece, de hecho, a Europa, y no a sus pintorescos arrabales. El resultado era fácil de
predecir: querer lo mejor del norte y lo mejor del sur fue un excelente medio
para lograr lo peor de ambas latitudes. O, por lo menos, ese parece que va a
ser nuestro destino: ascetismo protestante y pobreza mediterránea; una robusta
ética del esfuerzo y el sacrificio, pero no para enriquecernos, sino para vivir
bastante peor que hasta ahora, evitando de este modo, se dice, el vivir
muchísimo.
Nuestra disciplina y
abnegación futuras, genuinamente protestantes al fin, no están destinadas a
ponernos a la cabeza de Europa, sino a ganarnos el derecho de no ser expulsados
de su cola. «¡Que inventen ellos!», proclamó Unamuno con toda la ingenuidad de
quien pensaba que la tecnociencia moderna es algo que se admite o se repudia
libremente. Pero, 100 años después, las cosas son más siniestras de lo que
Unamuno hubiera podido llegar a sospechar: claro que inventaremos nosotros (se
nos adiestró para ello en épocas de prosperidad), pero nos tendremos que
marchar de aquí para poder hacerlo. El culto al esfuerzo, tan cacareado por nuestros capataces, no será premiado
con las recompensas propias de países con más solera capitalista que el
nuestro, sino tan solo con una humilde y subalterna supervivencia. Conviene que
nos enteremos con toda claridad de que el sacrificio que se nos pide es el
propio del buen futbolista, del buen camarero y del buen crupier, porque es
preciso no olvidar que nuestro espacio y nuestro tiempo fueron concebidos para
el ocio.
Somos cigarras que tienen que hacer de
hormigas para las temporadas en que las hormigas gusten de hacer de cigarras.
Deportes, turismo y juego serán los ‘valores’ de la Marca España, un espacio de
la Europa suburbial que quizá tenga un prometedor futuro si se olvida de su
gusto por el ocio propio para
trabajar frenéticamente por el ajeno. Todavía se tardará un poco en adaptar
nuestra idea de Europa a la ubicación suburbial que nos corresponde. La
pertenencia europea de España constituye, desde luego, un hecho, pero ya no es
posible verlo como un hecho gozoso ni como una vibrante ilusión. Nunca vamos a
ser lo que nuestras minorías modernizadoras nos dijeron que íbamos a ser, y
conviene acostumbrarse cuanto antes a esta mala noticia. Mientras dure su
asimilación, hay dos mudanzas mentales de cierta urgencia. La primera, que a
muchos resultará humillante, consiste en comprender que el suburbio de una
ciudad tiene a veces más que ver con el suburbio de otras que con los barrios
residenciales de la propia. La segunda, que a las humillaciones históricas debe
responderse, cuando menos, con dignidad, aunque esto implique cambiar el gesto,
y sustituir la mueca satisfecha del nuevo rico por la sobria cólera de quien se
dejó enredar en una trampa que se ha
convertido en destino. En el casino nacional futuro no faltará quien, con
las mejores razones, pida jugar un rato a la oca.
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