sábado, 21 de marzo de 2020

17. Los valores


Quiero glosar, aunque sea fuera de contexto, una insólita ironía de don Antonio Valdecantos en el artículo absolutamente excepcional El súbdito adulado. Se trata de estas palabras: «Una tierna y entrañable preocupación por lo que se llama valores», si examinamos lo que hoy se entiende por ‘valores’ veremos que su contexto favorito es el que los remite a ‘los jóvenes’: en ellos es en los que suelen echarse en falta y por ellos se lamenta la despreocupación de los adultos en la familia actual y la incompetencia de las instituciones de enseñanza; la ‘ausencia de los valores en la juventud’ es la más recurrente cantinela pedagógica de quienes no tienen nada que decir.
Por esta vía acaba resultando que los llamados ‘valores’ son una cosa que se cumple en el culto y el cultivo de vacías capacidades funcionales enfáticamente elevadas al rango de virtudes, aunque carentes de otra determinación que la de su eficiencia para el logro de un propósito, para el éxito en sí mismo. Con ellas pasa lo mismo que cuando se dice: ‘es un muchacho muy motivado’, y no hay que preguntar en qué y por qué, o cuando un inspector viene de supervisar uno por uno a los alumnos de un colegio, e informa: «Estupendo, los he encontrado a todos muy motivados», y nadie espera una palabra más. Los valores motivan, y ‘el estar motivado’, como lugar genérico para ellos, puede tenerse ya por un valor. Si el estar motivado es por sí solo digno de alabanza, con la misma gratuidad las capacidades funcionales, por el solo hecho de servirle de instrumentos, merecen encarecimiento de virtudes; una cosa tan necesaria y exclusivamente funcional como el esfuerzo es una gran virtud, y en un deportista llega a veces a elevarse a ‘heroica generosidad’ de quien lo da todo de sí mismo.
Así pues, los valores se detienen en lo instrumental porque para ellos el lograr en sí mismo prevalece absolutamente sobre lo que se logra. El contenido de lo que se logra es sustituido y anulado por el mérito de la acción de lograr. El aristocrático lema del blasón de los valores dice así: «lo que importa es lograr, ese debe ser tu honor y tu gloria; no recojas y guardes lo logrado como la vil hormiga, déjalo que se vaya a la basura».


16. Senelidad: Rafael Argullol



   Es característico de la vejez espiritual refugiarse en lo inevitable. La realidad está determinada por un conjunto de leyes que no deben ser evitadas y que sólo imprudentemente pueden ser vulneradas. Aunque no conozcamos con exactitud la fuente legitimadora de tales normas y aunque tal vez vislumbremos con mayor o menor claridad su injusticia, es aconsejable una actitud de prudente respeto. Al fin y al cabo no son sólo los principios que rigen la realidad, sino que emanan directamente de ella. Son, por tanto, inevitables, pues la realidad se reproduce a sí misma. Toda actitud que desconozca o desdeñe esta verdad deriva de la pasión, y por añadidura, de la pasión por lo irreal.

   Hasta hace poco tiempo, como es sabido, estar imbuido por tal pasión no era un hecho vergonzante, sino que, al contrario, parecía un motivo de orgullo para quienes la detentaban. Identificada con la rebeldía ‑política, ideológica o simplemente mental‑, era voceada con altivez contra los centinelas, o siervos, de la realidad. Veíase en ella una superior sabiduría de la vida, importando poco si ésta pecaba de inexperimentada, de fantasiosa, de salvaje. Creíase que con ella era posible conquistar cielos. Ahora, sin embargo, ha sido arrojada a los infiernos de la inteligencia, y además no está de moda.

   Ahora es de buen gusto tener los pies férreamente fijados al suelo, y lo inteligente es acogerse con destreza a la sabiduría de la senilidad. Los que la han practicado desde siempre ‑esos en los que el nacimiento biológico coincide con la senectud espiritual‑ se mueven, claro está, como pez en el agua; pero también los advenedizos han aprendido a nadar en este mar apacible con notable rapidez, y con igual celeridad han comenzado a gozar del discreto encanto de sus ventajas. ¿Para qué seguir rindiendo culto a lo inalcanzable cuando se puede disfrutar, con un sentimiento de renuncia cada vez más diluido, de lo que está al alcance de la mano? Lo que ahora está de moda es el culto de la realidad. Quizá en él no se halle el goce intenso, mas demasiado quimérico, de la pasión; pero, como contrapartida, sí permite un hedonismo ligero y perspicaz.

   Únicamente hace falta mirar alrededor, aseguran los nuevos hedonistas al justificar su nuevo culto. ¿Es éste un mundo apto para las pasiones? Evidentemente no. Es más: el mundo actual ha reducido a temeraria irresponsabilidad la pasión por lo irreal. Nos guste o no nos guste ‑continúan‑, la historia, que sí estuvo henchida de pasiones ‑y de guerras, por tanto‑, nos ha abocado a un escenario que prohíbe expresamente toda pasión. La historia se ha nutrido de ideologías, revoluciones e irrealidades. Ello era posible, y lícito, en el pasado, pero actualmente el espíritu de la guerra se ha erigido en el albacea absoluto de la realidad. Y no podemos sino ser responsables ante este hecho.


miércoles, 11 de marzo de 2020

15, Europa: una trampa que se nos ha convertido en destino



Azares ingobernables, ocasiones de vertiginoso progreso, hundimientos violentos, imposibilidad de aplicar cualquier estrategia, esperas tediosas, retrocesos fatales y, cuando se está cerca de la victoria, una vuelta a empezar que tan solo un momento antes habría parecido inconcebible. Laberintos, cárceles, pozos, dados, calaveras, rescates. Podría tratarse, qué duda cabe, de España, pero convengamos en que se está hablando del juego de la oca. «De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España / porque termina mal», dejó dicho Jaime Gil de Biedma, dando a entender que lo natural de las historias es acabar bien y que, de no hacerlo, siempre cabrá encontrar alguna anomalía que lo explique todo, un gato negro que se cruzó en el camino y que echó los tiempos a perder, dejándolos irreconocibles. Sería muy poco edificante enseñar en las escuelas que toda historia ‑y no solo la de España‑ es como el mencionado juego infantil, que lo normal es tener que volver a empezar cuando se está en puertas de un éxito tenido por definitivo y que los triunfos, de darse, se deben a un azar ciego y no tienen nada que ver con la inteligencia ni con la virtud.
La pregunta decisiva, tan cansinamente repetida en los últimos años, no puede resultar más familiar: ¿qué es exactamente ‑y en el adverbio se hará el mayor hincapié‑ lo que ha tenido que ocurrir para que todo se haya ido al traste cuando mejor iban las cosas y cuando parecía que por fin la prosperidad formaba parte de nuestro destino? La experiencia enseña que se puede tardar siglos en contestar a esta clase de preguntas. Pero conviene decirlo con claridad: en apenas unos años se ha producido el desplome más aparatoso imaginable del conjunto de supuestos en torno al cual ha girado durante por lo menos el último siglo la modernización del país. Cuando ocurre una cosa así, es difícil que las aguas vuelvan pronto a sus cauces, y más vale inventar otros supuestos o acostumbrarse a vivir sin ellos.
Lo que se ha venido abajo es la construcción intelectual que se impuso con el descrédito de la retórica del 98, cuando la generación de Ortega sustituyó el lenguaje del imperio perdido y de la Castilla mística por el de la nación joven y la Europa promisoria. Hace ya más de 100 años, un puñado de intelectuales inventó su propia Europa y se dispuso a convencer al país de las bondades de su mito. Que a partir de 1914 esta misma Europa se desangrara en la más siniestra orgía de muerte que han conocido los siglos era una anécdota muy secundaria para cualquier profesor madrileño de pro. Con más o menos experiencia y viajes a sus espaldas, el ensayista español es una criatura prodigiosamente apta para prescindir de la realidad, ya lo haga desde Salamanca, ya desde Marburgo. La historia de España, se pensó entonces, ha sido siempre el juego de la oca, pero nuestra condición miserable, azarosa y rezagada puede enmendarse dejando fluir la vitalidad del país y educándola con un poco de cosmopolitismo viajero y cierta dosis de periodismo cultural.
Un siglo de retórica europeísta debería haber sido bastante para que hasta el más escéptico se persuadiera, aunque fuese por aburrimiento, de que la asimilación a Europa se había producido ya. Pero lo que se ha venido abajo en estos años es el convencimiento de que nuestra secular conjunción de azar, miseria y atraso había quedado exorcizada para siempre, y de que, con razonable certeza, estábamos inmunizados contra ella. ‘Europa’ era el nombre de esa inmunidad, y entrar en Europa era, exactamente, abandonar para siempre el juego de la oca.
La quimera de la España europea era, en verdad, un castizo producto picaresco. Ha llegado la hora, se juzgó, de quedarnos astutamente con lo bueno del norte y lo bueno del sur: pensiones, subsidios, sanidad y enseñanza como los protestantes, pero sol, calle, taberna y fiesta como siempre se han disfrutado aquí. Es preciso reconocer que la idea española del papel del país en Europa se fundaba en toda clase de errores. La palabra ‘Europa’ estaba libre de cualquier connotación desfavorable: era la tierra de la ciencia, de la ópera, de la filosofía, de las catedrales góticas y del laicismo, así como de la tolerancia y hasta de la licencia en materia de sexo; la patria de las personas educadas, prósperas y bien alimentadas y el lugar al que genuinamente pertenecíamos y del que nos habían sacado violentamente la Mesta, la Escolástica y la Inquisición.
No es necesario dar detalles sobre el destino que a España le estaba reservado por Europa ni sobre la ilusa insensatez que nos llevó a ignorarlo. En verdad es necesaria una mitología muy fantástica para llegar a pensar que un súbdito de Madrid, de Valencia o de Huelva pertenece, de hecho, a Europa, y no a sus pintorescos arrabales. El resultado era fácil de predecir: querer lo mejor del norte y lo mejor del sur fue un excelente medio para lograr lo peor de ambas latitudes. O, por lo menos, ese parece que va a ser nuestro destino: ascetismo protestante y pobreza mediterránea; una robusta ética del esfuerzo y el sacrificio, pero no para enriquecernos, sino para vivir bastante peor que hasta ahora, evitando de este modo, se dice, el vivir muchísimo.
Nuestra disciplina y abnegación futuras, genuinamente protestantes al fin, no están destinadas a ponernos a la cabeza de Europa, sino a ganarnos el derecho de no ser expulsados de su cola. «¡Que inventen ellos!», proclamó Unamuno con toda la ingenuidad de quien pensaba que la tecnociencia moderna es algo que se admite o se repudia libremente. Pero, 100 años después, las cosas son más siniestras de lo que Unamuno hubiera podido llegar a sospechar: claro que inventaremos nosotros (se nos adiestró para ello en épocas de prosperidad), pero nos tendremos que marchar de aquí para poder hacerlo. El culto al esfuerzo, tan cacareado por nuestros capataces, no será premiado con las recompensas propias de países con más solera capitalista que el nuestro, sino tan solo con una humilde y subalterna supervivencia. Conviene que nos enteremos con toda claridad de que el sacrificio que se nos pide es el propio del buen futbolista, del buen camarero y del buen crupier, porque es preciso no olvidar que nuestro espacio y nuestro tiempo fueron concebidos para el ocio.
Somos cigarras que tienen que hacer de hormigas para las temporadas en que las hormigas gusten de hacer de cigarras. Deportes, turismo y juego serán los ‘valores’ de la Marca España, un espacio de la Europa suburbial que quizá tenga un prometedor futuro si se olvida de su gusto por el ocio propio para trabajar frenéticamente por el ajeno. Todavía se tardará un poco en adaptar nuestra idea de Europa a la ubicación suburbial que nos corresponde. La pertenencia europea de España constituye, desde luego, un hecho, pero ya no es posible verlo como un hecho gozoso ni como una vibrante ilusión. Nunca vamos a ser lo que nuestras minorías modernizadoras nos dijeron que íbamos a ser, y conviene acostumbrarse cuanto antes a esta mala noticia. Mientras dure su asimilación, hay dos mudanzas mentales de cierta urgencia. La primera, que a muchos resultará humillante, consiste en comprender que el suburbio de una ciudad tiene a veces más que ver con el suburbio de otras que con los barrios residenciales de la propia. La segunda, que a las humillaciones históricas debe responderse, cuando menos, con dignidad, aunque esto implique cambiar el gesto, y sustituir la mueca satisfecha del nuevo rico por la sobria cólera de quien se dejó enredar en una trampa que se ha convertido en destino. En el casino nacional futuro no faltará quien, con las mejores razones, pida jugar un rato a la oca.

martes, 10 de marzo de 2020

14, ¿Libertad amenazada o feroz apología del liberalismo?



Nuestro siempre querido y benemérito, ilustrado, huecograbado, grapado, encuadernado y siempre cargado y hasta sobrecargado de razón diario monárquico de la mañana, el ABC, debía de tener en nómina para la merecidamente prestigiosa sección zig‑zag un par de grandes talentos, modestamente anónimos, que a menudo acertaban a admirarnos y deleitarnos con sus no por agudamente críticos menos ponderados comentarios sobre todo lo humano y aun sobre lo divino, ejerciendo, en verdad, como auténticos maîtres á penser, aquel magisterio de opinión que tantos echamos a faltar en la desorientada sociedad española. Una vez más, en el zig‑zag, supieron deslumbrarnos con la crítica, no por severa menos respetuosa y constructiva, del epígrafe oportunamente resaltado con recuadro y titulado Contra el limitador de velocidad, que merece ser transcrito por entero:
«La propuesta del director general de Tráfico consistente en instalar un limitador de velocidad en los automóviles para que no puedan superar los 130 kilómetros por hora ha sido rechazada por especialistas, fabricantes, aseguradores y entidades automovilísticas. El aumento de los accidentes de tráfico mortales durante este verano puede explicar que Muñoz Repiso haya sondeado la opinión pública acerca de un aparato que se ha instalado ya en algunas series de ciertas marcas. Con independencia del quebranto que semejante medida entrañaría para las ventas de coches de gran cilindrada, cabe criticar tanto su inutilidad como su abusiva restricción de la libertad. Hay quienes piensan que podría incluso aumentar el número de accidentes al provocar una pérdida de potencia en los vehículos en maniobras que pueden requerir un incremento de la velocidad [¡magnífica paráfrasis para evitar delicadamente la siempre ominosa palabra adelantamientos’!]. La medida, tan equivocada como bien intencionada, entraña además una paternalista limitación de la libertad individual».
No es necesario encarecer la manifiesta clarividencia y la penetración intelectual con que el anónimo autor acertaba, en tan pocas líneas, a descubrirnos la sustancia teórica de la cuestión: que el miedo a la velocidad es, por donde quiera que se mire, represivo, o, por usar la clásica expresión de Erich Fromm, literalmente miedo a la libertad’. Aun yo mismo, que padezco el humillante handicap de no haber aprendido a guiar un auto, me doy perfectamente cuenta de hasta qué punto la velocidad es no solamente el símbolo supremo, sino también la verdad fundamental de la libertad individual y de la autoafirmación y autorrealización del individuo. ¿Qué eran sino expresión de la libertad individual, del dominio del hombre sobre la naturaleza a través de la velocidad, aquellos dos enormes glandes de hierro niquelado, que en los autos americanos de los años 50 reforzaban el parachoques delantero (acaso con el fin práctico sobreañadido de que la cabeza del atropellado no rompiese los cristales de los faros?
Pero se trata, además, de una libertad individual que tiene los benéficos efectos de reducir, por una parte, el ingente despilfarro estatal que suponía el mantenimiento de unos transportes públicos, como el de la RENFE franquista, que apestaban, por añadidura, al jurásico estatalismo de una ideología colectivista hoy, por fortuna, definitivamente derrotada y trasnochada, y renovar, por otra parte, aunque tal vez no tan rápidamente como sería de desear, la obsoleta y hasta paleozoica cutrez de la urbanística de las viejas ciudades europeas (como demuestra su total inadecuación a las necesidades de aparcamiento de los automóviles, obligando al peatón, y en especial a las pobres amas de casa que empujan el cochecito que transporta la delicada carga de sus niños o acarrean la pesada bolsa de dos ruedas en la que traen la compra, a la incomodidad de tener que dar todo un rodeo para franquear la cerrada barrera de automóviles), abriendo con ello el paso a nuevos esplendores del arte arquitectónico y dando, a la vez, un vigoroso impulso a la creación de riqueza derivada de la empresa inmobiliaria.
La actitud, tan sólo en apariencia inocentemente timorata ante los riesgos de la velocidad ‑que es el máximo signo del Progreso a la vez que su logro más deslumbrador‑ pero en el fondo solapadamente reaccionaria de los hoy encubiertos enemigos de la Sociedad Abierta y de su valor supremo, la libertad individual, no repara, naturalmente, en el enorme perjuicio económico, con secuelas de alcance imprevisible para el desempleo, que la limitación de velocidad podría acarrearle al importantísimo ramo empresarial de las industrias y servicios relacionados con el automovilismo, desde las fábricas de autos hasta las compañías de seguros, pasando por gasolineras y talleres de reparación, ignorando deliberadamente y del modo más irresponsable y temerario hasta qué punto el consumo no es un fin en sí, destinado a satisfacer el egoísmo de sórdidas necesidades o míseros caprichos personales y domésticos, sino un auténtico servicio público, y hasta un deber de ciudadanos, absolutamente indispensable para la buena marcha, el mantenimiento y el constante crecimiento de la producción, con el fin último de la creación de riqueza. Esa limitación de velocidad que trataban de imponer sería, por último, gravemente atentatoria contra los legítimos derechos de los propietarios de automóviles de gran cilindrada, que, en razón del alto precio que tienen que pagar por sus vehículos, no sólo son los que soportan el mayor gravamen tributario que va a engordar las insaciables arcas de la Administración (amén de que, por añadidura, y dicho sea de paso, seguiremos estando en una situación de auténtica extorsión fiscal por parte del Estado, mientras los derechos de cada ciudadano no sean directamente proporcionales al monto de los impuestos que se vea forzado a pagar contra su voluntad, por culpa de la arbitraria y sospechosamente demagógica y hasta electoralista falta de equidad de la actual legislación impositiva), sino también los que, con ese magnánimo gesto de desprendimiento con que ni tan siquiera andan mirando la etiqueta que marca el ingente precio de sus automóviles, contribuyen en mayor grado, desde el lado del consumo, a la creación de riqueza nacional.
La limitación de la velocidad automovilística entraría, en fin, en hiriente y hasta ofensiva contradicción con el grandioso empeño con que el hombre ha luchado y se ha sacrificado a lo largo de la historia hasta alcanzar la libertad del individuo y en aras de la cual aún hoy se arriesga a los estragos de las mareas negras, con pérdidas de millones de dólares, ya por los daños producidos, ya por los gastos que impone el reabsorberlas. ¡Supremo bien de la libertad individual, por cuya causa hubieron de morir recientemente millares de kuwaitíes y fue preciso sacrificar centenas de millares de iraquíes y hasta más de 80 norteamericanos! ¡Supremo bien, en cuyo ejercicio y por cuya conservación aceptan anualmente de buen grado hacer ofrenda de sus propias vidas hasta cinco millares de usuarios de automóvil españoles, por no hablar de los peatones! ¡Supremo bien, en defensa del cual millares de campesinos se avienen gustosamente al patriótico sacrificio de ver multiplicada por 50 o por 100 la distancia que antes de la interposición de las autovías (alambradas por ambos lados a lo largo de todo su trayecto no sólo para que el automovilista pueda gozar de la plenitud de su libertad individual a través del cosquilleo que le sube por todo el cuerpo desde la punta del pie con que mantiene pisado a fondo el acelerador, sino también, no lo olvidemos, para salvar vidas de peatones) separaba su aislado caserío del de otros campesinos amigos o parientes!
La limitación de la velocidad automovilística sería, así pues, el más gratuito y más infame insulto a tantos sacrificios en favor de la libertad individual y a quienes por amor de ella supieron aceptarlos y sufrirlos, pero sobre todo y muy especialmente para esos auténticos mártires de la libertad individual, conscientemente dispuestos a inmolar sus vidas, a veces achicharrados en la viva llama de sus bólidos volteados e incendiados, como son los heroicos corredores de las grandes carreras de automóviles, como las tristemente célebres y por lo mismo tanto más fervorosamente concurridas y admiradas de Le Mans o Indianapolis.

13, Cosas del liberalismo



El liberalismo se encuentra en una etapa en que no puede ceder en lo fundamental, aunque ceda, algunas veces, en lo accesorio. Por lo demás, su sistema de defensa es el mismo que el de la Iglesia Católica: lanzar el anatema contra toda disconformidad y toda crítica. Los liberales se propusieron, y lo consiguieron, desarbolar aún más la identidad de clase de la clase obrera lanzando una ambiciosa campaña de créditos fáciles a fin de que los trabajadores se convirtiesen en endeudados pero infulosos propietarios de los pisos de protección en los que vivían. Comenzaron a convertir, a través de Los Medios de Formación de Masas, los restos pobres que quedaban del viejo proletariado en el conjunto de parodias televisivas, reportajes distorsionados y chistes de mal gusto que hoy conforman el estereotipo en el que vivimos: lo chabacano.
La acelerante marcha de la producción y el desarrollo no se defiende ya, en verdad, por ningunas razones positivas, sino por la exclusivamente negativa de la tremenda catástrofe que acarrearía un guachapazo generalizado del sistema, cuyas primeras víctimas serían, por otra parte, los que están “fidelizados” por la cruda subsistencia, tal como ya en el entre siglo XVII‑XIX Jovellanos o Townsend, por ejemplo, propugnaban fidelizar a la baja ‑ya que los perros callejeros se fidelizan con mendrugos‑ a la naciente clase obrera, igual que hoy los stock options fidelizan al alza a los ejecutivos.
La confianza en una economía de mercado en la que el consumidor es soberano es uno de los mayores fraudes de nuestra época. La verdad es que nadie intenta vender nada sin procurar también dirigir y controlar su respuesta.
La demencia de la hoy omnipotente racionalidad económica se cumple en la contradicción de perpetuar renovadamente, contra su propia promesa proclamada, aquella misma configuración de la vida humana que tenía por designio hacer innecesaria.
La ideología liberal, tachándolas de miopía, egoísmo y mezquindad, se arroga, ante las demás ideas, el papel clave de la verdad de cada una, no siendo ellas por sí mismas más que lo aparente, lo superficial, lo pintoresco y, negativamente, lo inconsciente, lo mendaz, lo inexplicado, frente a lo cual ella se alza por conciencia, por desmentido y por explicación. Así, La Ideología Liberal, a imagen y semejanza del Dios monoteísta, se pretende la única que es, frente a la inesencia, la vanidad, el engaño y la mentira de lo particular.
Lo que uno más teme del universalismo político no es su efecto en la amistad, sino en la enemistad: la amenaza de radicalizar ‑al elevarlo “a escala planetaria”, como diría un periodista‑ precisamente lo mismo que reprocha a los nacionalismos: la identificación de ‘extraño’ y ‘enemigo’. Cuando esa nueva y única pertenencia abstracta de la universalidad llegase, como es muy de temer, a constituirse en criterio excluyente de ‘lo humano’, la condición de extraño podría absolutizarse hasta el extremo de considerar ‘no humanos’ a quienes no se integrasen en su Ciudad del Sol.
En los mismos medios de comunicación se desplazan hoy los actores políticos jugando su rol hegemónico en la construcción de sentido en tanto perpetran el secuestro de nuestra moral. La fe pública violada ha engendrado las condiciones para el desprestigio de lo político y con ello el de nuestras instituciones, qué puede extrañar entonces del robo hormiga de las grandes transnacionales, la extorsión “irrepresentable”, sólo cognoscible por medio de una compleja organización multinacional articulada según un modelo gansteril. Nuestra vida cotidiana esta así signada por las abusivas relaciones mercantiles que experimentan una creciente densidad así como una significativa disminución de las relaciones interpersonales sin fines de lucro.
¿Qué es la economía? ¿La organización, el reparto de la producción en función de las poblaciones de su bienestar? ¿O bien la utilización o el arrinconamiento de las poblaciones según fluctuaciones financieras caóticas, sin vínculo entre ellas, pero exclusivamente ligadas al beneficio, en detrimento de los pueblos? ¿Estamos aquí ante una verdadera economía o, por el contrario, ante su negación?
Si de pronto borrásemos la innumerable variedad de marcas y modelos de cada uno de los productos que la incesante, omnipresente y ensordecedora actividad publicitaria les está suplicando, noche y día, adquirir a los siempre insaciados hijos del mercado o se les antoja desear o tan siquiera ocurrírseles que puedan desear, podríamos ver a cambio de qué reducido y miserable puñadito de adminículos y utilitarias inutilidades han renunciado los humanos a la holganza y al placer. Si los fenómenos específicos de la publicidad en sí misma son necesariamente muy modernos, en modo alguno lo son ciertos ‘valores’ (que son siempre, que nadie se despiste, “valores de cambio”, como lo es, por lo demás, de uno u otro modo, incluso en su acepción más noble ‑y para mí más repelente‑, el propio concepto de ‘valor’), que la publicidad trata a menudo, desesperadamente, de salvar de la creciente reproductividad universal de cualquier cosa, curiosamente desarrollada por la industria productora de productos con tan extremo grado de simultaneidad y paralelismo con el desarrollo de la industria productora de consumidores que el mero olor de una tal concomitancia no puede dejar de hacerla altamente sospechosa de complicidad.
A veces he imaginado que los peores horrores de la vieja industrialización son concepciones en negro ladrillo, hierro oxidado, vapores de azufre y gran parte de la desesperación interior de la gente. Al igual que como nuestra industria, tan limpia y suave, tan tediosa y nociva, representa el mundo interior de su nueva gente, en la que no hay desesperación porque jamás hubo esperanza alguna, porque en verdad no hay sentimiento profundo de ninguna clase.


domingo, 8 de marzo de 2020

12, Del enriquecimiento del empresario a la ‘creación de riqueza’.




   
   Glosa del libro La gran transformación de Karl Polanyi: en un pasaje de su obra, escribe lo siguiente: «Sólo la civilización del siglo XIX fue económica en un sentido diferente y distintivo, porque eligió basarse en un motivo que rara vez es reconocido como válido en la historia de las sociedades humanas, y que ciertamente nunca fue elevado antes al nivel de un justificativo de acción y conducta en la vida cotidiana, a saber, la ganancia [...]. El mecanismo que el motivo ganancia puso en movimiento fue comparable en eficacia sólo a los estallidos de fervor religioso más violentos de la historia».

   Una vez que los rasgos del burgués emprendedor habían sido universalizados sincrónica y diacrónicamente como los rasgos del hombre, el propio empresario burgués quedó escondido detrás de su universalización en el personaje alegórico de ‘El Hombre’: ‘el animal que inventa, emprende y se supera’; la empresa del empresario pasó, a su vez, a camuflarse tras su correspondiente universalización; tomando la alegórica veste de ‘La Gran Empresa de la Humanidad’, y el enriquecimiento empresarial fue despersonalizado como ‘creación de riqueza’, sin más determinaciones, como un interés universal humano. Y así como fue universalizado el sujeto con sus intereses también lo fue su dios: el auge de la empresa se trocó en el ‘Progreso’, dios de todos, igualmente benéfico para todos.

   Puesto que el universal se había erigido en instancia dirimente, se trataba ya de que las naciones, extraindividualmente consideradas, o aun la humanidad, aprovechasen mediante el progreso las riquezas inexplotadas de la tierra; la creación de riqueza, como principio autosuficiente, esto es, abstraído de cualquier determinación de destinatario, era mirada como una empresa común a todos los hombres, a la que se subordinaban como meras circunstancias contingentes las diferencias de papel entre el empresario y el asalariado, entre el capitalista y el trabajador; todos a una eran, indiscriminadamente, ‘el hombre que progresa’, unidos por algo muy superior a lo que, modernamente, entendemos por un “pacto social”, por su convergencia esencial en un unívoco y universal programa humano (convergencia que se vería reducida en el mejor de los casos a pacto social, cuando la evidencia de la lucha de clases, o ‑por no usar palabras escabrosas‑ de ciertos conflictos de intereses entre el capitalista y el trabajador, vino a resquebrajar un tanto el panorama).

   Habida cuenta, pues, de que se razonaba en tal suerte de términos universales y no se trataba, por tanto, de la empresa del empresario sino de “La Empresa de la Humanidad”, la falta de ductilidad de algunos para convertirse en mano de obra de actividades hasta entonces extrañas a su vida no podía ser considerada como una mera condición, como una diferencia caracteriológica, etnológica, geográfica o cultural, sino como una deficiencia humana en general: a aquel hombre le pasaba alguna cosa, porque no respondía a los rasgos prescritos y precocinados como propios de la humanidad universal.

   Se hablaba de él como de una especie de enfermedad social, se hablaba de “desidia”, de “apatía”: «la apatía en que están sumergidos». Así pues, un estado de humanidad enferma del que había que sacar a esas gentes, incluso quirúrgicamente, cirugía que no era, por cierto, la aberración que desbordaba unos presuntos límites “sanos” del Progreso, sino la zona crítica en que el programa entero del Progreso se ponía en evidencia, descubriendo su íntima verdad; y los hechos se han encargado de demostrar después hasta qué punto la cirugía del desarraigo obligatorio, de la destrucción demográfica y social, no era la excepción sino la regla, hasta qué punto la Revolución Industrial ha llevado adelante su programa precisamente a golpes de semejante cirugía. ¿No son precisamente el desarraigo, la disponibilidad, la versatilidad y la adaptación las cuatro primerísimas virtudes que ha de reunir el hombre de la sociedad industrial?

   Pero habiendo ya impuesto el capitalismo su particular modelo humano por modelo del hombre universal, aquella particular idiosincrasia de las gentes se habría de ver diagnosticada ahora ‑conforme al taxativo y excluyente criterio de salud humana universal‑ como una especie de enfermedad colectiva en que podían caer algunos pueblos, un cierto estado mórbido de postración social, sintomáticamente caracterizado por una denodada fobia hacia los diversos oficios.

   Así, las críticas que, poco más adelante, Polanyi refiere a la filosofía liberal del siglo XIX: «En punto alguno ha fallado tan notablemente la filosofía liberal como en la comprensión del problema del cambio. Inflamada por una fe emocional en la espontaneidad, la actitud de sentido común hacia el cambio fue descartada en favor de una disposición mística a aceptar las consecuencias sociales de la mejora económica, cualesquiera que fuesen [...] verdades elementales del arte de gobernar tradicional, que con frecuencia reflejaban las enseñanzas de una filosofía social heredada de los antiguos, fueron borradas [...] de los pensamientos de la gente educada, con el ácido de un crudo utilitarismo combinado con una confianza poco crítica en las supuestas virtudes curativas del crecimiento inconsciente». [...] «El descubrimiento sobresaliente de las recientes investigaciones históricas y antropológicas es que la economía del hombre, por regla general, queda sumergida entre sus relaciones sociales. No obra para proteger su interés individual en la posesión de bienes materiales; obra en forma de proteger su posición social, sus ambiciones sociales, su caudal social [...]. Esos intereses serán muy distintos en una pequeña comunidad pesquera o cazadora de los existentes en una vasta sociedad despótica, pero en cada caso el sistema económico será regido conforme a motivos no económicos».

jueves, 5 de marzo de 2020

11, Dios es ateo o la venta de la sangre del nazareno




Desde que el ilustrísimo señor obispo de Córdoba tuvo la fecunda idea de aprovechar su amistad personal con el emperador para venderle la sangre de Jesús Nazareno a cambio del Imperio, la Iglesia romana, salvo honrosas y emocionantes excepciones medievales, se ha interesado siempre mucho más por las leyes (y sobre todo por el dinero) que por las conciencias. El doble y fabuloso negocio y contubernio de Nicea le permitió a Osorio poner al servicio de la santa casa los inmensos poderes del imperio, y a Constantino, con el inapelable refrendo moral de la aprobación eclesiástica ecuménica y la aureolada autoridad y universal prestigio de protector de la fe ‑de una fe que ya se estaba haciendo no universal, sino imperial‑, le permitió a su vez residenciar a toda la población del imperio y coronar la obra de Diocleciano, organizando la más cerrada tiranía que ha llegado a conocerse bajo el poder de Roma.
Se consumaba así lo que se había prefigurado ya en la tentación del monte: «Te daré la ciudad si me adoras»: sin que pueda, por otra parte, excluirse la sospecha de que si el propio Jesús, entrando en Jerusalén y haciéndose aclamar por hijo de David, no había cedido, aunque sea inadvertida y parcialmente, a la voz del tentador. Mas como quiera que sea, es a partir de Nicea que el tentador del monte, el Príncipe de Este Mundo, cumple su promesa y abre la ciudad.
Cuando, como hoy en día, la Iglesia católica protesta contra cualquier intento por parte de los poderes terrenales de dejar de sujetar sus propias leyes a la moral cristiana es quizá a los compromisos recíprocamente contraídos en el concordato de Nicea a lo que en última instancia se hace apelación. En efecto, en el más celoso y estricto cumplimiento de las capitulaciones niceanas, la Iglesia ha venido prodigando a lo largo de los siglos, para con el Príncipe de Este Mundo, es decir, para con las prepotencias y vesanías de los poderes de la tierra, unos extremos de condescendencia y lenidad moral que rebasan los límites de la más sobrehumana paciencia, de la más abnegada e incondicional soportación, y he aquí que ahora el Príncipe de Este Mundo ‑que había venido cumpliendo, a su vez, hasta la fecha, a plena satisfacción de la otra parte‑ parece querer de pronto empezar a escaquearse del inmemorial contrato y a regatearle a la Iglesia ciertas áreas de la ciudad prometida y otorgada, ciertas atribuciones de control sobre su capital demográfico que de siempre venían considerándose incluidas en los términos del antiguo cambalache. Bien pueden, ciertamente, quejarse de ingratitud y falta de reciprocidad los que dicen representar a Jesús Nazareno, cuando ellos, sólo por poder cumplirle al Príncipe de Este Mundo sin la menor reticencia ni reserva las contraprestaciones concedidas en Nicea, han llegado a desvirtuar y corromper ad hoc, abusando de la dormida literalidad, la evidente intención irónica y despectiva de las palabras evangélicas que claramente excluían toda posible mezcla o confusión, o pacto, o compromiso con el Príncipe de Este Mundo y sus poderes. Perpetrando, en efecto, la más escandalosa e insostenible de las tergiversaciones hermenéuticas, a partir de la frase de Jesús «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», que para el que quiera entender no es, obviamente, sino una gallarda incitación a la dignidad de espíritu, al desdén frente a los  valores y a los poderes terrenales, a no imitar la insaciable codicia del Príncipe de Este Mundo rebajándose a disputarle o regatearle las miserables monedas del tributo, con cuya entrega nada se le quita a Dios, a partir de una frase que no es, en fin, sino una provocativa expresión de arrogancia espiritual y de puro menosprecio por el César y por todas sus monedas, los albaceas de la Nueva Alianza se las ingeniaron para amañarle al Príncipe de Este Mundo la legitimación capaz de asegurarle de una vez por todas la sumisión de los cristianos. Desde este punto de vista, habida cuenta de una concesión de tal calibre, la Iglesia tiene todo el derecho del mundo a presentar reclamaciones.
Desde otro punto de vista, sin embargo, para quien quiera que, creyente o no creyente, conserve una idea un poco elevada de lo que es una religión o guarde, a pesar de todo, un mínimo de estima por el mensaje evangélico, no puede haber un espectáculo más desmoralizador y deprimente –y dicho sea con el más absoluto respeto a las personas, a las instituciones, a las conciencias y a los sentimientos‑ que el de ver a la gran ramera del Apocalipsis correr despendolada tras el poder temporal en afanosa y pertinaz demanda de que no deje de ejercer para ella las funciones de lacero municipal de cónyuges desmandados y siga defendiéndole, mediante la constricción puramente exterior de las estrecheces legales, la mera apariencia superficial de un sacramento que la propia Iglesia se declara, con esa misma petición, incapaz de iluminar y sostener en el alma y en la conciencia de los fieles con el calor, la convicción y el entusiasmo de un carisma que viva su propia llama. En las presiones de la Iglesia sobre los poderes públicos, antes que ver una señal de vida por parte de la fe y una respuesta del celo eclesiástico a una real o pretendida decadencia moral de los pueblos cristianos, lo que hay que ver, por el contrario, es la manifestación más extremosa –como a modo de involuntaria confesión‑ de la presente miseria moral e indigencia espiritual del propio cristianismo, que ya apenas se atreve a esperar de los fieles más que la desganada y mal apuntalada aceptación de un mero simulacro, confiando sólo en que el Príncipe de Este Mundo se avenga a no dejar de aportar el constrictivo cascarón legal capaz de sujetar la pulpa amorfa de un sacramento sin carisma. Pero esto mismo, bastando únicamente reemplazar los términos, la madre Teresa supo decirlo más pronto y mejor: «Si votos, ¿para qué rejas?; si rejas, ¿para qué votos?».

lunes, 2 de marzo de 2020

10, El bautismo y la castración de l@s niñ@s



Es muy difícil de llevar a cabo, de oponerse a una presión social interiorizada: el bautismo infantil no sólo lesiona el derecho fundamental de la libertad de religión sino que también lesiona el derecho del niño al desarrollo libre de su personalidad. En lugar de ayudar al niño a potenciar su autonomía, con el bautismo los padres sellan la falta de libertad aducida socialmente. La ideología del derecho paternal se manifiesta como un canto a la sociedad de los más fuertes: la supremacía física pasa a convertirse en instancia psicológico‑moral. El camino de l@s nin@s a la pila bautismal de la Iglesia nos dice que en nuestra sociedad el derecho de autodeterminación de la persona no se sostiene. En el bautismo de niñ@s se anticipa, de manera forzada, la deseada identificación de l@s niñ@s con el colectivo: l@s recién nacid@s son obligad@s desde el primer instante a colaborar. El bautismo de l@s niñ@s, como acto de nivelación de clases, se alimenta de una violencia latente que procede de esa manía de la Iglesia en contra de lo otro y lo distinto.

El hombre tiene que creer antes de que comience a pensar, y luego tiene que racionalizar lo que la iglesia enseña. No, no hay que pensar. ¡Hay que repetir maquinalmente!, ¡repetir maquinalmente es un insulto, pero creer como la Iglesia no! L@s lactantes son el objeto ideal de violación para la Iglesia. «Los niños son aptos mediante la potentia oboedientialis para aceptar los efectos del bautismo y, al mismo tiempo, se elimina el ponerles impedimento alguno (obex gratiae)». La mayoría tiene la religión que ya tenían sus padres, sus abuelos, sus tartarabuelos, su fe es hereditaria, una desgracia familiar. «Serían muy pocos», dice el párroco Jean Meslier (un apóstata) y cuyo testamento literario editó en parte Voltaire en 1764, «quienes tuvieran un Dios si alguien no se hubiera preocupado de darles uno».

09, La incompatibilidad lógico‑ontológica en el monoteísmo



    Ha de quedar en claro, antes que nada, que, hablando de monoteísmo y de politeísmo, lo que más cuenta no es la mera singularidad o pluralidad de los dioses tomada por sí misma, sino el hecho de que la singularidad lo sea con el énfasis positivo ‑por no decir airado y hasta conminatorio‑ de la unicidad, es decir, con el impulso militante o triunfante de la exclusión recíproca, de la incompatibilidad de ese dios único con cualquier otro dios.

   Pero tampoco basta, en modo alguno ‑como se advierte fácilmente‑, la incompatibilidad en el sentido en el que se habla de incompatibilidad de caracteres como motivo de separación conyugal, y que ciertas sonadas borrascas familiares del Olimpo podrían hacer sospechar hasta en el eximio matrimonio de Júpiter y Juno, sino una incompatibilidad elevada a cierto orden lógico y ontológico, en cuyo seno, a semejanza del principio según el cual se dice que la verdad de un juicio excluye la de su contrario, la existencia o la afirmación de existencia de un dios supondría o exigiría necesariamente la negación de cualquier otro, excluiría su existencia (existencia o inexistencia que, por cierto, predicada de los dioses ‑y por mucho que la palabra haya sido excogitada expresamente para ellos‑, no se ha logrado todavía dejar satisfactoriamente esclarecido qué pueda querer decir, aunque da la impresión de que tal vez su sentido más activo y más urgente sea justamente el de hacerse portadora de dicha exclusión, de modo que existir, lo que se dice existir, sólo tendría sentido predicarlo de un dios que sea positiva, iracunda, amenazadora y hasta tonitruantemente único); y en materia de rayos y truenos, el pobre Júpiter olímpico resulta, indudablemente, un niño de pecho o un histrión de barraca al lado del gran dios del Sinaí.

   Tal vez ‑y dicho sea de paso para no insistir ya más en este asunto‑ podría pensarse que se trate de algo así como una originaria incompatibilidad de caracteres, pero desarrollada, exacerbada y dilatada hasta un tan irreconciliable antagonismo entre los seres en cuestión, que, no cabiendo ya ‑como suele decirse‑ los dos juntos en todo el haz del universo, llegando a sustentarse el propio ser de cada uno de ellos en una omnímoda voluntad de destrucción y muerte para su contrario, casi como si la esencia de uno se cumpliese solamente en cuanto negador y aniquilador del otro (o sea, todos los otros, cualquier otro), al absolutizarse este mor tua vita mea y transferirse a la indemudables quietudes de la eternidad no puede ya presentarse de otro modo que bajo esa forma de inmóvil repulsión, de estática e impasible enemistad, que es la incompatibilidad lógico‑ontológica.

   El indicio de que esto pueda ser así, de que el predicado de existencia más que unilateral, inerte, y en cierto modo redundante afirmación de sí, sea activa y positiva negación del otro, y de que la incompatibilidad lógico‑ontológica, que hace que la verdad y existencia de un dios tenga que implicar automáticamente la falsedad e inexistencia del otro, sea la suprema materialización y coagulación metafísica de un primitivo duelo con su correspondiente antagonismo, el indicio, decía, de todo esto podría estar en el hecho de que aun no admitiendo en principio, en modo alguno, el dios monoteísta ningún otro existente junto así, con todo, caso de avenirse, en muy particulares condiciones, a tolerar alguna forma de copartícipe a su mismo nivel de realidad, jamás se trata de algún ser amigo o siquiera indiferente, sino siempre precisamente de alguien que encarna la figura del extremo antagonista, del mortal enemigo, del mendaz, del malo.

   El dios monoteísta se afirma como único y niega todo otro dios, pero al caer en la cuenta de que toda la fuerza de su propia existencia surge del combate y reside en la enemistad, vuelve a llamar de nuevo por la puerta falsa al existente negado y excluido y constituye con él ese extraño Alter‑Deus, tan chocante y contradictorio en las entrañas de cualquier monoteísmo, que es el malo, esto es: ‘el diablo’.

   Sin diablo, el monoteísmo amenaza acabar deslizándose en panteísmo, y el panteísmo resulta sospechoso, intranquilizador o hasta repulsivo, porque disuelve, o al menos aguachina o difumina, la contundencia de la imagen de dios, la enérgica solidez monolítica de la ‘existencia’ que de él se predica, que tan sólo se inflama y vivifica en la agitación y el hervor de la pelea y la enemistad.



   La oscilación viene a ser como si dios, deseando e intentando reiteradamente descansar de la pelea, en la plenitud de su excluyente y única existencia, como un definitivo y absoluto vencedor, cada vez que se entregase a tal reposo advirtiese al punto que la paz es el desvanecimiento y la disolución ‑con la amenaza permanente de no reaccionar a tiempo en cualquier trance de amodorramiento digestivo y escurrirse irremediablemente, en un fatal episodio apoplético, por el sumidero de la nada‑ para un ser cuya índole se cifra, se acrisola y se troquela en el antagonismo, o incluso tal vez no consiste más que en él. De esta manera, en fin, y dicho sea de paso, se llega a la sospecha de que la académica, abstrusa y bizantina discusión de la existencia o inexistencia de dios pueda no ser más que una especie de disimulo o encubrimiento, pusilámine o diplomático, de la mucho más grave, vidriosa y escabrosa cuestión de su bondad o de su maldad.

   La situación del politeísmo, caracterizada por la compatibilidad entre los diversos dioses, es, como ya se puede suponer, bastante más risueña. La compatibilidad total entre dioses enemigos o de pueblos enemigos no sólo no debilitada, sino a todas luces confirmada y fortalecida por la beligerancia misma, da lugar a las relaciones más características y contrastantes con el monoteísmo. Señalado es, entre otros muchos, el caso del gran Mardoqueo ‑Marduk‑, dios nacional de Babel, el héroe entre los dioses, y el rey de los dioses, pues parece que a nadie ansiaban tanto derrotar los dioses y los pueblos del contorno como a este Mardoqueo de Babel; a nadie deseaban tanto hacer prisionero para deportarlo y llevárselo a su propia ciudad y mantenerlo en cautiverio. Mardoqueo despertaba la más alta y ávida atracción entre sus enemigos, y todos ellos parecían disputárselo como la más estimable de las presas, pero también, por lo mismo, como el más grato y egregio de los prisioneros, en las varias y dispersas cautividades que sufrió, en las que por decenios ‑y hasta por más de un siglo en una de ellas‑ recibía el trato más deferente y el culto más honroso en la cuidad enemiga que lo había forzado a aquel exilio y le había impuesto su hospitalidad. Es muy posible que la aumentada dignidad con que se veía celebrado Mardoqueo por sus sucesivos vencedores fuese debida a que también se honraba en él todo el prestigio de la ilustrada e ilustrísima Babel, madre y maestra de toda el Asia antigua.

   El Sabahoz exigía a sus guerreros dar al anatema con todo cuanto constituía o representaba al enemigo derrotado, desde sus bienes hasta sus dioses. El rey Acab fue incriminado y maldecido por los profetas por dejar ir con vida, después de haberlo derrotado, a Ben Adad de Damasco, sin que ni siquiera hubiese disposiciones previas al respecto como las que había habido en la Conquista de Canaán. La guerra del Sabahoz no era un conflicto entre partes, sino algo así como la ejecución o el cumplimiento de la contrariedad entre el que es, el ser, y lo que no es, el no ser, la tiniebla del ser, el antiser.

domingo, 1 de marzo de 2020

08, De la nulidad de la ciudadanía democrática



Bien conocida es la correlación entre el aumento de los sentimientos de nulidad y de impotencia pública en individuos y en comunidades y el incremento de las necesidades de satisfacción del narcisismo colectivo, por sustituto o por compensación. Esto es lo que hoy se está explotando sin rebozo y a mansalva entre las democracias de Occidente; las ciudadanías de las democracias, prácticamente excluidas de un efectivo ejercicio de la voz y el voto en la política, relevadas del ejercicio de su soberanía, reducidas en sus atribuciones y competencias públicas a la estrecha y mezquina esfera de lo privado y de lo doméstico, serán terreno abonado para el surgimiento y la entronización de adalides capaces de proporcionarles puras satisfacciones autoafirmativas, a semejanza de un campeón olímpico. El neonacionalismo puede con todo rigor denominarse patriotismo deportivo, por cuanto por fundamento de adhesión y participación tiene los mismos, incondicionados rasgos de amoralidad que presiden la opción de hacerse partisano de un equipo y no de otro cualquiera (ya que, por definición, ningún equipo de fútbol tiene por contenido la defensa de causa externa alguna, sino tan sólo la interna y redundante de su propia victoria); su deportiva amoralidad llegó a expresarse sin equívocos: «Lo único malo de las guerras es perderlas».