miércoles, 26 de febrero de 2020

07, Las dos caras de la democracia: Poder y Pueblo



A la memoria del profesor José Luis García Rúa, asturiano de pro, que vivió el destierro en Granada, en agradecimiento por todo lo que me enseñó.

  1. En el año 399 a. C., un régimen democrático obligó a Sócrates, acusado de «no reconocer a los dioses de la ciudad, introducir nuevas divinidades y corromper a la juventud», a inmolarse bebiendo cicuta. Del hecho derivará el odio de Platón a la democracia, arguyendo que no podía ser bueno un régimen político que da muerte al mejor hombre de la ciudad. Pero el recelo ante la democracia era, sin embargo, en el círculo socrático ya anterior a la muerte de Sócrates. La postura antipolítica de éste, su inclinación a una forma comunista de ver los problemas comunitarios, y la prioridad formativa de la mente y del carácter que imprimía a sus tareas por encima de la política ‑asumida, sin embargo, por los sofistas de la primera época‑, constituyen de alguna forma el sustrato del que Platón iba a partir. La matematicidad platónica y su proclividad a comprender geométricamente la justicia serían también factores decisivos en la configuración de su discurso político.

  Después de la fundación de la Academia en el 387 a. C., un año después de haber sido vendido como esclavo por Dionisio I de Siracusa tras su fracaso político ante éste, Platón, que camina ya hacia la madurez, encontrará reforzadas las razones que le habían de conducir a la profundización de su discurso político y a su sistematización more geometrico: si el modelo político es para la comunidad de los hombres, y si la naturaleza del hombre es general, lo correcto es conformar un discurso general y abstracto universalmente aplicable. Se haría dejación de las diferencias de regímenes políticos y pueblos concretos para tener sólo en cuenta diferencias de tipo general dadas en todos los pueblos, tales como la diferencia cualitativa de capacidad entre los humanos, diferencias a las que se les daría una formulación teórica acorde con el principio socrático «que cada cual haga su tarea», para deducir de ello un principio de división del trabajo social según naturaleza. Partiendo de este principio metódico, que valora sobre todo la eficacia en la concreción de lo propuesto, y teniendo a la tarea política como un medio inexcusable para salir de la caverna y regresar a la misma positivamente transformado, parece propio, aparte otras muchas razones en el discurso general platónico, concebir geométricamente la justicia como ausencia de intereses particulares que puedan entorpecer, oponerse o pisotear intereses ajenos. De aquí la exaltación del bien común como bien fundamental y hasta el único verdadero al que debe contribuir alícuotamente cada esfuerzo particular, entendiendo que el bien del todo constituye el bien de las partes.

  Tal será el pensamiento de Platón en La República, que incluirá tácitamente en esta construcción su juicio negativo de la democracia: la injusticia nace de un sistema actuado por el interés personal, un sistema definido por una comunidad atravesada de actos no comunitarios. Dentro del sistema de la injusticia, el régimen político es bastante indiferente, y, dentro de la relatividad de su indiferencia, se pone de relieve que, si el mal nace de la «particularidad» de los actos en pos de intereses privados, el peor régimen será aquél en el que más se faciliten tal tipo de actos, a saber, la democracia.

  En el Platón que va camino de la vejez, o que se mueve ya en ella, se da una evolución del pensamiento político. Esto es lo que se constata en las otras dos obras que tratan del tema, El Político y Leyes, así como en el Epínomis. Pierde ahora tono, sin llegar a desaparecer ni mucho menos, el mos geometricus del pensamiento platónico: los hombres no son entes matemáticos, no se les puede tratar como cantidades iguales; la política no es una ciencia exacta; no basta con definir los regímenes, hay que explicar las condiciones de su génesis; el pasado tiene un peso que actúa en el presente; no se puede dejar de contar con la economía; el carácter no exacto de la política pone en valor la constitución mixta (autoridad personal y libertad); la tendencia a la felicidad está en la naturaleza humana; se debe buscar la justa medida que dé el equilibrio entre el placer y la pena; el ideal debe mantenerse junto a la contemplación de las circunstancias; a pesar de la insuficiencia de las leyes, éstas deben ser seguidas, e incluso se acentúa que lo que debe imperar es la ley impersonal. Estas dos últimas cuestiones son de la máxima importancia, pues son los condicionantes para que Platón pueda ahora dar estatuto de validez a la democracia.

  La experiencia política de Platón, antes y después de La República, había sido una experiencia abstracta, de laboratorio intelectual, y no podía por menos de estrellarse contra la tesitura rastreramente fáctica de los Dionisios siracusanos. Los resultados de las tres incursiones llevadas a cabo por Platón en este terreno no pudieron dejar de influir de alguna manera en la evolución del pensamiento político platónico, y de actuar como sumando en la evolución general del pensamiento del discípulo de Sócrates. Esa desviación correctiva en este campo, sólo podía darse con la admisión de datos empçiricos en el discurso: el proyecto político es para la comunidad y la comunidad tiene una historia y unos determinantes sobre los que el modelo debe sobreponerse, después de valorarlos positiva o negativamente y de ver cómo las partes del discurso modélico se engarzan en las contingencias comunitarias para transformarlas, y hacer variar con esta transformación el sentido del conjunto.

  Es en esas circunstancias en las que Platón revisa hipotéticamente y en sentido positivo su concepto de la democracia. Esta nueva valoración era, sin duda, consecuencia de la necesidad de admitir los condicionantes históricos, económicos, sociales, ideológicos y psicológicos como elementos actuantes en las sociedades concretas, y, como corolario de esa admisión, la aceptación de que, asumidas ciertas necesidades individuales (felicidad, propiedad, libertad...) en modo contenido y limitado por el bien comunitario, el mayor potencial de libertad y espontaneidad de relaciones interpersonales en democracia, incorporadas al bien comunitario, no podrían dejar de enriquecer el conjunto en bien de todos y cada uno de los miembros de la comunidad, y de la comunidad misma como entidad más cercana a la idea genérica de comunidad y bien.

  También en Aristóteles, decidido partidario de la oligarquía, se admitía que la democracia, «el menos bueno de los regímenes buenos, y el menos malo de los malos», podría representar, en determinadas condiciones, una cierta superioridad por darse en el pueblo una suma de prudencia que haría más verosímil el acierto, y, a sensu contrario, una mayor dificultad para la corrupción, en razón del mayor número de individuos a corromper, así como se valoraba el hecho de que la identidad entre el Estado y el pueblo, como administrador del Estado y a la vez destinatario de esa administración, haría más certeras las decisiones que se tomasen encaminadas a detectar y satisfacer necesidades populares, ya que nadie mejor que el pueblo conoce sus propias necesidades.

  Sin embargo, el hándicap, insalvable por la democracia, para Aristóteles era la ineducación del pueblo como sujeto del Estado, habida cuenta de que, para el estagirita, la educación no era la condición, sino la consecuencia de un Estado bien gobernado: de una situación de ignorancia, impreparación y falta de sensibilidad por falta de cultura no podrían derivarse medidas sabias y prudentes en el gobierno del Estado, antes bien, esa falta de madurez en el pueblo, sujeto de derechos sumos en el Estado, lo convertiría en fácil presa de demagogos y aventureros interesados, que obtendrían de los ciudadanos patentes de gobierno en beneficio propio, y, por supuesto, en detrimento de la comunidad. Tarea, pues, trascendental y prioritaria para Aristóteles: la educación del pueblo desde la oligarquía, ya que el pueblo, inculto él mismo, no puede darse a sí mismo cultivo.

  Nos hemos detenido en estos excursos previos con la intención de demostrar que, ya desde las primeras ejemplificaciones históricas de la democracia, en el instante mismo de su aparición en la historia, se advierte, tanto en el terreno práctico como en el teórico, una valoración ambivalente de la misma, en el sentido positivo y en el negativo, cuestión que afecta respectivamente a una aceptación y a un rechazo relativos de tal sistema de gobierno por parte de determinados espíritus críticos, positivamente interesados en la cosa pública.

  2. Sobre la ambivalencia de la democracia son también muy ilustrativas las lecciones que nos transmite la antigua Roma republicana, donde la legendaria tradición de sabiduría y prudencia del rey Numa no fue suficiente para mantener la institución, ni para contener la furia popular, que, desatada contra las igualmente legendarias circunstancias de Tarquinio el Soberbio, abocó a la histórica revolución del 510 a.C., como inauguración del régimen democrático que habría de regir los destinos de Roma hasta el siglo I. Desde entonces, será secular en estas tierras el odio a la figura del rex, y la prevención contra toda forma de poder personal. Será Polibio, un historiador griego afincado en el círculo de los Escipiones, quien haga el panegírico de la constitución romana como arquitectura maestra de control del poder personal. La institución consular está sabiamente pensada para ese cometido: son siempre simultáneamente dos los cónsules, con igual poder y capacidad, para derivar de ello equilibrio y limitación. Anual es la duración de su cargo, pues el tiempo es un factor fundamental en la consolidación y acumulación de poder. Esta institución cala tan hondo en la vida del pueblo romano que la marcha del decurso histórico se mide y computa por la sucesión de cónsules (consulibus... «siendo cónsules...»). El carácter excepcional y limitado de la dictadura en la República romana, y el hecho de que los generales de regreso de expediciones debieran abandonar la capa roja, símbolo de su mando, para entrar en la ciudad como simples civiles, hablan también claro de ese temor romano al poder personal…

  En este clima , se daba un cauce idóneo para el desarrollo del genio jurídico romano que se anuncia tempranamente ya con la Ley de las Doce Tablas. Ius y Libertas son allí dos conceptos incuestionables, pero en el entendimiento del derecho como el suum cuique tribuere, «dar a cada uno lo suyo», el quid de la cuestión para calibrar el grado de formalización de los términos giraba en tono al suum. El problema se planteaba así: ¿cómo definir ‘lo suyo’ de cada cual, no tanto para que pueda ser exigido desde el sujeto como para que le pueda ser otorgado por el entramado institucional? En un ambiente en el que el sentido del orden jurídico no tolera que haya ningún bien sin propietario concreto, ‘lo suyo’ de cada uno viene definido a priori por el orden social, de forma que ‘lo suyo’ de la plebe y de la aristocracia no son dos “suyo” recíprocamente intercambiables. La misma formulación cuasi sagrada, que actuó frecuentemente como ultima ratio, la fórmula Senatus populusque romanus, es claramente indicativa de que, en la presunta unidad activa del Estado romano, está incluida una dualidad insalvable, el Senado, por un lado, y el pueblo, por otro.

  Del carácter formal de esta democracia ilustra con claridad la institución de tribuno del pueblo, destinado a ser en el seno del Estado el valedor de una de las partes de esa dualidad reconocida. Sin embargo, el hecho de que ese cargo constituyera una etapa en el cursus honorum (perfectamente traducible por “carrera política”), delimitaba de antemano la capacidad de esa defensa popular, que, por otro lado, cuando intentaba, dentro del derecho, saltarse lo establecido en el sistema institucional, estaba destinada fatalmente al fracaso, como se probó claramente en el siglo II a.C. en el caso de los Gracos y la “cuestión agraria”. La arenga que Catilina, degradado por la historia oficial romana, lanza a sus compañeros de revuelta antes de la batalla que será su destrucción definitiva, es un dechado de claridad respecto al carácter formal y hasta hipócrita de esta democracia, hasta el punto de que es difícil no ver en el relato de la conjuración que hace Cayo Salustio, y a pesar de la intención negativa y crítica del hecho por parte del autor, una suerte de reconocimiento de la veracidad crítica y sangrante que envuelve la mencionada arenga.

  3. Tras la instalación del régimen cesarista imperial en Roma, y tras la ruptura del Estado con la implantación del régimen aristocrático‑feudal que sigue a las invasiones bárbaras, el primer ejemplo de convivencia democrática aparece con el régimen de concejo municipal abierto que sobreviene como consecuencia de la necesidad que tiene el rey de apoyarse en ciudades y municipios en su lucha por someter la dispersión nobiliar. Dentro de las limitaciones impuestas por su inclusión en el sistema feudal y por su dependencia del rey, pero a la vez beneficiando de una más amplia libertad que éste se veía forzado a otorgarles, fueron estas democracias municipales, no sólo un único ejemplo de democracia en el medievo, sino también un primer ejemplo de convivencia comunitaria abierta a la democracia directa, en razón de su toma de decisiones por el común concejil, y en razón también de su superación de la estructura de la propiedad privada de las tierras, que conllevaba la explotación comunitaria de las mismas. Claro que la duración de estos ejemplos positivos estuvo condicionada a la necesidad que el rey tuvo de apoyarse en ciudades y municipios para someter a la nobleza. Una vez sometida ésta y convertida en nobleza cortesana, ya desaparecida aquella necesidad, el rey somete también a los municipios que entran ahora en decadencia instantánea.

  Toda la evolución política, ya desde la Baja Edad Media, camina en la dirección de la construcción del Estado. Se tardará más o menos en llegar a ella, según las circunstancias de cada nación, pero esa es la dirección y el sentido. Se pueden distinguir en esa marcha cuatro etapas: la de las luchas por el sometimiento de la autonomía nobiliar, la etapa del régimen de Principado, la etapa de la culminación de la reconversión de la aristocracia en nobleza cortesana y consolidación de las monarquías absolutas, y, finalmente, la etapa de superación del Estado aristocrático‑feudal por las revoluciones burguesas, acompañadas de sus avatares de restauraciones, evoluciones internas y cambios de signo del Estado. Concurren en estos movimientos factores muy diversos de índole económica, social, política e ideológica entrañados en la ascensión imparable de la burguesía desde el siglo XIII, en la concentración en Europa de los recursos de cuatro continentes, en los movimientos bélicos y diplomáticos (familiaridad de las casas reales) internaciones, y en toda la teorización política que va desde Maquiavelo a Montesquieu, pasando por Bodin, Altusio, Hobbes y Locke, por citar sólo algunos de los nombres que hicieron en este campo propuestas críticas, o por Moro y Campanella, entre los que hicieron propuestas indirectas de carácter utópico. Salvo la teorización de Rousseau, primera forma de discurso que cuestiona al Estado y que diferencia, a efectos de interés político, Estado y Sociedad, en tanto que estructuras ‑discurso que, en su forma antiestatalista, será continuado en el siglo XIX de hecho por el anarquismo y de manera formal por el marxismo‑, todas las demás teorizaciones, exceptuadas las de carácter utópico, son constructos de Estado, que, en el área anglofrancesa, se detienen en las motivaciones sociológicas y en los esquemas técnico‑políticos, y, en el área alemana, habrán de recibir con Hegel el discurso más fundamentado y completo en el orden filosófico y abstracto.

  4. Fueron las revoluciones burguesas las que alumbraron el concepto y la práctica moderna de democracia, desarrollada sobre la base del concepto de ‘soberanía nacional’, bajo el cual se liquidaba definitivamente el antiguo régimen. Y, entre ellas, es el desarrollo de la Revolución Francesa el que mejor ilustra acerca del contenido de hecho que afectó radicalmente a las bases sociales, económicas, políticas e ideológicas. Presidido por la declaración‑programa Libertad, Igualdad, Fraternidad, el desarrollo de esta revolución iba a probar, tras la liquidación de los “justos” de Babeuf y de la Convención, que Directorio, Consulado e Imperio no serían sino las diferentes fases de la revolución girondina, que, en último término, convirtiendo en pura forma aquella pomposa declaración‑programa inicial, iba a plasmar una revolución jurídica, en la que se fijarían las bases inquebrantables de la propiedad privada, y se transmutaría el papel social del súbdito, al que ahora se le da el nombre de ‘ciudadano’ y al que se declara sujeto de derechos, sujeto, por supuesto, teórico, ya que, partiendo de la declaración de igualdad ante la ley de todos los convivientes, se orilla la crucial cuestión de la diferencia entre derecho en abstracto y su posibilidad de facto. Se inaugura, pues, así la democracia, cuyo somero análisis debe empezar por considerar el contenido de los términos démos (pueblo) y krátos (poder) así como su referencia a la gente en general.

  ‘Pueblo’ no son exactamente ‘todos’, porque, si no, ¿qué significarían clases populares?, pero sí son todos los que no tienen poder, todos los que viven enterrados por el anonimato, si se excluye el reconocimiento de los “buenos días tenga usted” del vecino, o el “me cago en tus muertos” de la partida de tute. Los que viven en una comunicación limitada, cercados por la miseria de sí mismos, por la miseria de la que apenas les salva la corta plática con el amigo. Saben porque la vida enseña, pero se trata de una sabiduría inconscientemente acumulada a través de milenios de opresión y sufrimiento. Por esto, junto a esa sabiduría, transparece también esa su debilidad que les hace ser portadores de los invalores ideológicos, de todos los datos de la falsa conciencia, en la que el opresor trata de mantenerlos desorientados. Son artífices inconscientes del lenguaje, pero, considerados individualmente, funcionan como formas sucintas de expresión y disponen de un léxico comparativamente muy breve. Son los que aceptan el esfuerzo del trabajo lo mismo que el respirar, como si se tratase de otra función necesaria cualquiera. La costumbre, impuesta por las circunstancias, les hace tender más a contemplar que a actuar; vienen siendo, así, más pasivos que activos, y son, en esta condición, constantemente manipulables desde su menesterosidad. Son conscientes de su inferioridad y están atravesados de un sentimiento de impotencia por lo que dan fácil cabida al fatalismo. Son los que, en régimen democrático, conforman el estanque donde hay que ir a pescar votos contra promesas, el estanque donde se vende el voto a cualquier forma de esperanza ilusa, el estanque de los que viven desunidos, atomizados, y que sólo proceden a concurrencias gregarias ante la llamada del espectáculo, en el que se puedan convertir en cierto tipo de actores desde fuera, como, por ejemplo, en jueces, premiadores o verdugos que hacen espectáculo del tormento o ajusticiamiento en el rollo, más que nada como cauce de salida de un cúmulo de bilis almacenada a lo largo de una vida constreñida, y como cauce también de una energía retenida, embebida en una soterrada esperanza de liberación. Son, en fin, aquellos a los que no se puede constituir en mito de la suma de las excelencias, pues si lo fueran, siendo además el estamento social más numeroso en términos absolutos, no podría comprenderse que la historia del mundo fuera una permanente sucesión de crímenes, opresiones e infamias. Son, en suma, los que padecen la historia más que la hacen, o la hacen a largo plazo con un ritmo desesperadamente imperceptible en términos de actualidad, pero son los únicos, sin embargo, que tienen en sí la fuerza potencial de transformar el mundo, cuando aparece en ellos la capacidad de resistirse y sobreponerse a todas o a muchas de las carencias enumeradas.

  En estas circunstancias, de hecho, es obvio que el pueblo no tiene el poder, y, si no lo tiene, ¿cómo podría conferirlo y mucho menos ejercerlo? La “otorgación” popular del poder, con base en el sufragio universal, es una falacia, un espejismo formal o un formalismo ritual que ha venido a sustituir los ritos y protocolos del antiguo régimen. El poder es autónomo, y descansa de hecho en instituciones heredadas, como la propiedad, el ejército, la policía, la iglesia... Este poder de hecho “acepta” un marco “conveniente”, se entiende, conveniente a sus intereses, más allá del cual no es posible el juego democrático, y, en cualquier caso, “la razón de Estado” es, en último término, el signo mágico para la conculcación de cualquiera de los derechos, cuyo ejercicio pueda poner a aquél en cuestión. Dentro de la gran estructura del poder, hay, naturalmente, grados y subestructuras, hay macropoderes y micropoderes y hay una dialéctica conjunta de unos y otros, de aquellos que, curiosa y significativamente, son denominados con la metáfora, quizá más dicente de lo que pretende, de “fuerzas vivas”. Los poderes, legislativo, ejecutivo, judicial, el poder de los medios de comunicación, sirven al sistema del que emanan, que es el sistema de la propiedad, y poder, en el sistema de la propiedad, es cualquier forma del poseer: fuerza económica, ideológica, militar, organización, sistema, ciencia y técnica, autoridad reconocida, todo ello en el entramado de valores definidos y emanados de las fuerzas dominantes... Nada de esto es cosa del pueblo, como no sea su internalización, es decir, la asunción fatalista de que es algo con lo que necesariamente tiene que pechar.

  Así las cosas, queda manifiesta la relatividad y hasta la falsedad de todos los postulados democráticos, por los que se constituye a los ciudadanos en sujetos de derecho. De poco sirve definir al Estado como ‘sustancia social en tanto que es compenetración de lo sustancial (o esencia general) y lo particular, implicando que mi obligación ante lo sustancial o esencia general es, al mismo tiempo, la vigencia de mi libertad particular, es decir, que, en el Estado, el deber y el derecho están unidos en una sola y misma relación’, como hace Hegel en el párrafo 261 de sus Líneas fundamentales de la Filosofía del Derecho. De poco sirve la igualdad ante la ley si hay leyes diferentes para diferentes ciudadanos, leyes para obreros y leyes para empresarios, leyes para propietarios y leyes para desposeídos, leyes para los poderosos y leyes para los sometidos. Se puede tener derecho a expresarse, pero la Prensa está controlada por intereses y directrices. Pueden los medios combatirse entre sí, pero cierran filas frente a lo que deciden estimar y definir como enemigo común. Se dispone del derecho a defenderse ante los tribunales, pero los juicios son enormemente caros, la justicia gratuita es pura formalidad, y los jueces arrastran, unos, condicionamientos de clase, y otros están sometidos a fortísimas presiones derivadas de los poderes efectivos. Se tiene el derecho de educación, pero la educación no es gratuita más que en el grado inferior, y no del todo; sólo un pequeño porcentaje de las personas desposeídas puede acceder a la enseñanza superior. Se dispone, naturalmente, del derecho a trabajar, pero no hay trabajo, y el que hay está al arbitrio, en fondo y forma, de la Patronal, mediando una legislación hecha a su medida. Tienes derecho a hacer sindicatos, pero, aunque te atengas a la Constitución, máxima carta jurídica nacional, y a las normas internacionales de la OIT, tus sindicatos no serán reconocidos por los Patronos si no te atienes a unas normas confeccionadas en su beneficio, porque en toda ley hay una letra pequeña que reduce el derecho a pura formalidad... y no estamos aquí todavía hablando de guetos sociales ni de bolsas de discriminación, estamos hablando del pueblo liso y laso. No se dan condiciones, o se dan muy relativamente, para la plasmación de la justicia, y ésta es condición indispensable de la libertad de hecho...

  De poco sirve el espectáculo cuatrianual de las urnas como ficticia imagen de participación. Sin control permanente del representante no hay representación, la cual subyace, en verdad, sólo desde un mandato imperativo, y éste es justamente el vedado por la Constitución, lo que convierte a la democracia, sustancialmente, en el juego de los políticos, y sólo de manera ocasional, limitada, indirecta y derivada surgen porciones de bienestar relativo en comparación con los siempre rechazables regímenes abiertamente autoritarios.

  La conclusión de todo esto es que la democracia resiste bien la comparación con cualquier otro de los regímenes históricos. Con el único con el que no resiste comparación es consigo misma. Es en esta última comparación, donde la democracia se muestra vacía de contenido “democrático”, tremendamente débil para con sus sujetos referenciales, y por ello, aunque relativamente aceptable, menesterosa en términos absolutos de una transformación cualitativa.

06, Democracia: Poder y Pueblo



   La “otorgación” popular del poder, con base en el sufragio universal, es una falacia, un espejismo formal o un formalismo ritual que ha venido a sustituir los ritos y protocolos del antiguo régimen. El poder es autónomo, y descansa de hecho en instituciones heredadas, como la propiedad, el ejército, la policía, la iglesia... Este poder de hecho “acepta” un marco “conveniente”, se entiende, conveniente a sus intereses, más allá del cual no es posible el juego democrático, y, en cualquier caso, “la razón de Estado” es, en último término, el signo mágico para la conculcación de cualquiera de los derechos, cuyo ejercicio pueda poner a aquél en cuestión. Dentro de la gran estructura del poder, hay, naturalmente, grados y subestructuras, hay macropoderes y micropoderes y hay una dialéctica conjunta de unos y otros, de aquellos que, curiosa y significativamente, son denominados con la metáfora, quizá más dicente de lo que pretende, de “fuerzas vivas”. Los poderes, legislativo, ejecutivo, judicial, el poder de los medios de comunicación, sirven al sistema del que emanan, que es el sistema de la propiedad, y poder, en el sistema de la propiedad, es cualquier forma del poseer: fuerza económica, ideológica, militar, organización, sistema, ciencia y técnica, autoridad reconocida, todo ello en el entramado de valores definidos y emanados de las fuerzas dominantes...

   Nada de esto es cosa del pueblo, como no sea su internalización, es decir, la asunción fatalista de que es algo con lo que necesariamente tiene que pechar.

domingo, 23 de febrero de 2020

05. De la ‘concordia social’ a la ‘cohesión social’



  La reciente fórmula de llamar ‘cohesión social’ a lo que en otros tiempos, no importa si con un exceso de buena voluntad, se designaba como ‘concordia social’ no deja de ser sintomática de la renunciataria aceptación de la actual pasivización y reificación de las personas, en la medida en que ‘cohesión’ connota áridos inertes unidos por un pegamento externo, como las piedras en el hormigón, adheridas o “cohesionadas” entre sí por la argamasa de cemento. En relación con las personas, tal argamasa externa bien podría ser esa impostura de la “identidad nacional” impuesta desde fuera mediante la enseñanza, que las piedras humanas han de tener por “propia”. ‘Concordia’ alude a sujetos vivientes y se correspondería con ‘amistad’; ‘cohesión’ alude a objetos inertes y se correspondería con ‘unidad’ (por ejemplo, “unidad nacional”).


viernes, 21 de febrero de 2020

04. El poder de la letra impresa



   Los sociólogos saben desde hace mucho tiempo eso del ‘cuarto poder’ referido a la prensa. Hasta el hombre llano que se viene ocupando de la “cosa pública” también lo sabe bien, y sucede que este tipo de saber se da en alternancia o simultáneamente con esa otra actitud de la gente sencilla, cuando con el acostumbrado acento de escepticismo preguntan al vecino «¿qué dicen hoy los “papeles”?», o cuando se refieren al periódico como al “mentidero”. Sólo que hoy, en consonancia con la informatización, la robotización y la neoliberalización de los estados, los ingredientes taxonómicos de esa serie de “poderes”, por un lado, se han incrementado, por otro lado, algunos han alterado su número de orden. Éste, pienso, es el caso de la prensa que prosigue su ascenso imparable hacia los centros neurálgicos del macropoder, y, si como universal abstracto se expresa en tales cimas, sus componentes concretos pululan con mayor holgura en el universo de la microfísica del poder (tomamos el análisis de Foucault), o alternan, no rítmicamente, sus zapatillas de Leviatán (si preferimos utilizar el símil de Ruiz‑Rico) con las botas de montar. Claro que, en términos generales, esto sucede con todas las instituciones y afecta a profesores, maestros, médicos, curas, boticarios, etc. Lo que ocurre es que las casas‑madre que albergan estos últimos concretos son ya más bien caserones en declive, y en consecuencia su leviatanismo menor tiene un área de influencia inferior y sobre todo de bastante menor eficacia. Sin embargo, como España, por desgracia, sigue siendo todavía país de nepotismo y picaresca (algo que quizá tenga que ver con el pasionalismo hispano, y, en el fondo, con nuestra inveterada desconfianza de todo lo abstracto), pues sucede que, eso, que la ocasión hace al ladrón, y que todo el endiablado y complejo sistema, que abarca desde las más altas metafísicas hasta las más vulgares psicologías y casuísticas, pues sigue alimentando actitudes de leviatanes apeonados y nos tiene enredados de mala manera, retrasándonos considerable e innecesariamente en nuestro despegue de la bananería.

   No se desprenda de lo anteriormente escrito ninguna crítica radical y absoluta al periodismo ni a los periodistas. El periodismo como profesión es una dedicación honorable y no ya útil sino necesaria en nuestras sociedades. La historia nos presenta abundantes ejemplos, en ese campo, de sanos e inteligentes divulgadores de todas las suertes de análisis, de roturadores de terrenos de investigación, de testigos heroicos de sucesos críticos, de acompañantes sensibles del dolor y la alegría de los hombres. Valoro el periodismo y a los periodistas, y entre éstos se cuentan muchos que merecen mi admiración (en lo que valga), otros dignos de amistad entrañable, otros las dos cosas. Otra cosa es que yo constate el hecho sociológico de la ampliación del arco de la prensa en la esfera del macropoder y de su correspondiente reflejo en las subesferas de los micropoderes, y que trate de exponer que, si estos ámbitos no son recorridos por una correspondiente ética profesional, las deficiencias deontológicas que de ello se derivan acusarán el proporcional incremento, en extensión e intensidad, de sus consecuencias negativas sobre la sociedad, sus estructuras, los movimientos sociales y los ciudadanos que los producen.

   También es algo diferente la cuestión del finalismo estructural de la empresa periodística. Aquí la prensa no puede dejar de ser una pieza más del sistema, y, siendo el sistema un entramado de intereses y contradicciones, la empresa periodística ha de hacerse aquí un lugar con signo y sentido consecuentes, precisamente el signo y el sentido que convengan a la junta directiva de accionistas de la empresa. Los inteligentes trabajos en este campo de Garaudy y Vázquez Montalbán, por citar algunos, dan meridiana luz a cualquiera que quiera saber del asunto. De manera que no vamos a hacernos en esto esperanzas excesivas, respecto a la utilización de los periódicos en un sentido que no sea el de sus intereses específicos. Todo tiene un techo y también aquí lo hay. Pero la empresa armamentística no empece la honestidad, la profesionalidad ni incluso el pacifismo del tornero, ajustador, fresador y hasta maestro armero que la mueven. La Universidad, institución y brazo ideológico del Estado, no debe impedir la libertad de Cátedra, aunque esta tenga que desarrollarse siempre dentro de los términos de la respetabilidad académica. Ya se sabe. Todos, de una manera o de otra, estamos pillados por el sistema, puesto que vivimos dentro de él. Y aquí no hay excepción que albergue ni al peón ni al ingeniero. Claro que ‑también se sabe‑ unos viven más a gusto que otros. Lo importante dentro de un sistema social dinámico es que todos los que vivimos de un sueldo o jornal, y los que no viven de ellos por desempleo con mayor razón, todos, tendamos, por lo menos, a ensanchar y levantar los techos que nos oprimen. Y cuando no se produce esto, por confusión ideológica o porque el status social y el disfrute privilegiado en la renta nacional nos devora, se da un proceso de conformismo e identificación que paraliza el sistema o le mantiene en un permanente y estéril movimiento hibernatorio.

   Bien, quería decir dos cosas:
   
   1) La empresa marca un límite al profesional porque paga.

   2) Dentro de este límite todavía hay lugar a discernir lo honesto de lo deshonesto en la actividad profesional.

   Pero además yo quería referirme a propósito del punto 1) a un cambio estructural importante en el funcionamiento de la prensa moderna que modifica de alguna manera las potencialidades empresariales y hace racional el cuestionamiento: ¿quiénes son los dueños de la prensa? Me refiero a los apoyos económicos del Estado a la prensa, apoyos dados, por supuesto, con dinero público (¿cómo podía ser de otra manera?) Y bien, a mí se me descontó (hoy se dice se me “retuvo”, como corresponde a un Estado completamente eufemizado) algo más de 4000€ y me permito suponer, por no decir asegurar, que una parte alícuota de esa cantidad ha ido a parar a los fondos de ayuda a la prensa, lo que me convierte de alguna manera en accionista‑propietario de una parte (alícuota también) de todos los periódicos “ayudados” de la nación. Y sé, también, que, si esto no es así, no es porque no sea de razón, sino porque el Decreto que contempla el derecho de propiedad no ha evolucionado lo suficiente. Pero, al menos moralmente, yo, como cualquier ciudadano, me siento asistido de capacidad para intervenir en la línea editorial del accionariado, y, siempre que me acompañe una razón suficiente, esgrimo ese derecho a que esa suficiencia de mis razones sea, a través de la prensa, conocida y valorada por mis conciudadanos, para que surta los efectos oportunos, si los tuviere. En otras palabras, me siento moralmente asistido del derecho de que se me publique aunque el escrito no fuera del agrado de la dirección, ni se atuviera a la línea editorial.

   Hay dos grandes peligros que emergen, uno del macropoder de la prensa, y otro de los micropoderes de los periodistas. El primero se mueve en el universo del abuso de poder o de confianza. Ya se sabe. Son como esas circunstancias agravantes de los crímenes: alevosía, nocturnidad, minoridad, sexo, pupilaje, familiaridad, etc. Son circunstancias agravantes como las de azotar al maniatado o increpar al amordazado. Y se concreta en la consolidación de posiciones material e ideológicamente interesadas, con dejación de las posibilidades de defensa de las contrarias; en la conformación de falsos estados de opinión; en lo que Zielinsky llamaba la violación de las masas por la propaganda (maestro Goebbels), sean estas grandes o medias, etc., etc.

   En cuanto al segundo, refleja todos los trabajos de “fontanería” que consisten en meter “goles” a favor de los amigachos del cubata o de otros orígenes, en esa práctica cicatera, fea y hasta mezquina de jugar en el terreno del hecho consumado. Siempre, por supuesto, en detrimento de terceros que suelen llevar razón y que justamente por eso se requiere contra ellos de la sorpresa y del método tortuoso.

   Permítaseme decir que yo pienso que es posible, factible, conveniente y hasta necesario que un periódico tenga, en términos generales, una línea político‑social, lo que supone alianzas, preferencias, simpatías, etc., etc. Hasta aquí estamos. Pero, a menos que se entienda que la política es una modalidad de la guerra, y que en la guerra todo es válido, ha de mantenerse en esa práctica una congruencia, llamémosla ética o reglas del juego, porque si no los cazadores resultan cazados y pronto la esencia del Tartufo sale a flor de piel. En suma, es lícita la práctica siempre que no se haga con grave perjuicio de la deontología periodística.

martes, 18 de febrero de 2020

03. ¿Acaso la Iglesia y el Estado no son socios?


   La mendacidad en torno a este punto se inició tempranamente, el propio Nuevo Testamento recurre ya al expediente de la mentira. A los evangelistas no les pareció conveniente describir a Jesús de Nazaret como el hombre que hubo de padecer la muerte en la cruz, típica del rebelde. La información tendenciosa sobre la “pasión de Jesús” debía configurarse según otros criterios. Como culpables principales debían aparecer no los romanos sino los judíos. De ahí a poco la profesión de fe de los apóstoles exigiría incluir la expresión de que Jesús había sido ejecutado bajo Poncio Pilatos. Todo ello respondía a un cálculo: si cargaba sobre los judíos la culpa de aquella muerte, la joven Iglesia quedaba de antemano eximida de cualquier conflicto con la potencia mundial que era entonces Roma: a nadie le agradaba tenérselas que ver con ella. Los judíos, privados en gran medida de poder, estaban casi indefensos. De ahí que Pablo escribiera contra los judíos y a favor de los poderosos de entonces. Su Carta a los Romanos se las trae: «Todos os habéis de someter a las autoridades, pues no hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas» (Rom 13, 1). Ese pasaje textual no sólo ha pesado como plomo sobre la conciencia de millones de creyentes, sino que también permitió a los archipastores preservar sus intereses frente a cualquier Estado, al que se reconocía por principio. Justamente por los días en que Pablo escribe esa carta los miembros de la comunidad cristiana de Roma se sentían fuertemente zarandeados por el remolino subsiguiente a la victoria de Roma sobre Israel. Sabían bien en manos de quién estaba el poder… y también Pablo lo sabía. Pablo aludía al Estado de Nerón, según el sociólogo A. Meyer, el «Estado de un histrión político, de un asesino de sus hermanos, de un fratricida y parricida». Y «mientras los intelectuales romanos criticaban acremente el sistema romano, conculcador del derecho, Pablo y sus discípulos cierran los ojos ante las injusticias». Y así ha venido ocurriendo hasta nuestros días cada vez que la Iglesia adoptaba unas actitudes interesadamente modosas frente al Estado.

   ¿Dos poderes?, ¿dos autoridades?, ¿dos reinos? Al lector moderno se le antojará con frecuencia extraño que además del Estado, entidad que le resulta familiar, haya otro poder que se planta tercamente junto a aquél por más que él lo considere ya obsoleto: la Iglesia. Ningún sindicato, ningún partido, en cambio, se atreverían a expresar ideas semejantes sobre el Poder en una democracia. ¿La Iglesia homologa del Estado? Históricamente las cosas han seguido un camino bien distinto. En la cumbre de su poder no sólo exigieron el estar junto al Estado sino que intentaron estar sobre el Estado. El descomunal incremento de poder experimentado por la primitiva Iglesia gracias a su “santo emperador Constantino” no sólo la convirtió en paladín defensor del imperio terrenal, sino también en su competidora y adversaria. En caso de que los dominadores terrenales se conformaran con el papel de abajo que les conferían los papas, podían seguir gobernando sin el menor tropiezo e incluso esperar que, llegado el día, se les venerase como santos. Solo en el caso de mostrarse renuentes a plegarse a las pretensiones, cada vez más desvergonzadas, que los clérigos presentaban como “derechos de Dios” tenían que contar con su resistencia. Y es que la consigna de “a Dios se le debe más obediencia que a los hombres” mostró una gran eficacia funcional. Más tarde o más temprano, todos los adversarios políticos hubieron de humillarse ante ella. Si se lograba que todos vieran en la Iglesia y el Estado una y la misma cosa, nadie se arriesgaría a la larga a desobedecer. Dios, el valor supremo e insuperable, y la Iglesia portavoz e intérprete de ese Dios. Arremeter contra esa alianza equivalía a un suicidio político. La ideología consistente en someter al mundo y al espíritu humano apelando a Dios y reivindicando para sí el papel de intérprete infalible de éste ha generado hasta hoy terribles consecuencias y asolado las cabezas y los corazones de las personas.

   «En la misma medida en que el alma se eleva por encima de todo lo terrenal, así también nuestro reino se eleva por encima del reino del emperador», afirma el doctor de la Iglesia Juan Crisóstomo hace ya más de 1600 años. Y nadie ni nada, prescindiendo de matizaciones secundarias, ha alterado ese principio básico del poder clerical. Todavía hay personas que se sienten llamadas a cooperar en la edificación y ocupación del más sublime de los reinos. Y no faltan otras, especialmente entre los políticos contemporáneos, cuyo espíritu de vasallos les lleva a defender aquel principio en el plano político. Por supuesto que bajos las actuales circunstancias ni unas ni otras piensan en realizar formalmente ese reino de Dios sobre la tierra. Faltan para ello el valor y el poder. Pero la ideología que subyace a esa concepción del reino mantiene su virulencia. Quien entre nosotros se considera titular de las “últimas palabras” ‑aunque carezca de toda legitimación para ello‑ pretende poco menos que haber confiscado para sí el lugar preferente entre las múltiples opiniones en pugna. En todo este asunto la Iglesia logra aplicar aún aquel inveterado precepto de que, por respecto al Estado, no vale seguir otro principio que el del aumento del propio poder. Para conseguirlo transita imperturbable por la vía de la mínima resistencia: colaborar siempre con el bando más fuerte y que más ventajas le reporte en un momento dado. Si el Estado entra en ese juego, tanto mejor. En ese caso, Estado e Iglesia sólo tendrán que dirimir sus conflictos en escenarios de guerra marginales: la lucha en torno al aborto se puede usar como palanca política partidista para escenificar una especie de objeción contra “el espíritu de la época”: El que la Iglesia, que tan valientemente lucha contra la vida no nacida, tenga sobre su propia conciencia las vidas de millones de personas, eso ha de pasar inadvertido. Que esa Iglesia se embolsa, año tras año, una suma de varios miles de millones procedentes de las personas que ella ataca en ese punto de la interrupción voluntaria del embarazo y que también se beneficia indirectamente de aquella parte de los caudales públicos que van a parar a subvencionar asuntos puramente confesionales no parece, a todas luces, interesar a nadie.

   Los Estados prefieren seguir pagando como hasta ahora. Aunque los hay, es cierto, que también asumen desembolsos especiales. Dos ejemplos del año 1990: la presidenta de Nicaragua, Violeta Chamorro, se comprometió a subvencionar con caudales públicos la construcción de una nueva catedral en Managua a pesar de la catastrófica situación financiera de su país. Y pocos días antes de proceder a la invasión de Kuwait el presidente del Irak, S. Hussein, demostró ser un amigo espléndido de los católicos: regalando un solar de 25.000 metros cuadrados en Bagdad a los católicos de rito caldeo, que constituyen un 2,4% de la población del país.

   Cuando un sistema estatal se niega a entrar en ese turbio juego y la sociedad no permite sin más que la Iglesia se sirva fácilmente de la tarta común, el lamento eclesiástico no se hace esperar: los teólogos, que se ganan su sustento como expertos del evangelio, se afanan entonces con encomiable celo por mostrar cómo esos Estados tienden a constituirse en “el anticristo de los últimos tiempos”. Ahora bien, mientras esos anticristos sigan pagando los sueldos de los teólogos, éstos no tocarán a zafarrancho total.
Que los clérigos de pro sean empedernidamente monárquicos o también, cuando ello resulte más rentable, panegiristas de las dictaduras no es cosa de admirar. La Iglesia, cuyo reino no es de este mundo, se entiende óptimamente con quienes son señores por la gracia de Dios. De ese modo, unos y otros señores se emparejan gustosamente. Ya lo decía el obispo Faulhaber en 1921: «los reyes por la gracia del pueblo no constituyen una gracia para el pueblo y allá donde el pueblo es su propio rey, se convertirá también, a la corta o a la larga, en su propio sepulturero». También se pudieron oír, ya en 1919, expresiones bastante similares cuando se pronunció el elogio fúnebre por el fallecido Guillermo II, un criminal de guerra corresponsable de la gran conflagración mundial: «Ha fenecido la gloria del imperio alemán, sueño de nuestros padres, orgullo de todos y cada uno de los alemanes».

   Pero entretanto, ¿no habrán tomado las cosas un giro más favorable? La Iglesia, cuando menos, afirma que también ella entiende ahora bastante de democracia. Pues ciertamente su divina misión no consiste en democratizarse ella misma o en dar cabida en su seno a los derechos humanos, pero sí en contarles a los demás unas cuantas cosas sobre la democracia y los mencionados derechos. Cuando la Iglesia habla a los demás, lo hace en el desempeño específico de su “cargo de celadora”: ésa es una misión que el buen Dios le ha conferido directamente; Por lo tanto, ella no habla para sí misma y en su propio ámbito deja las cosas tal cual eran. A las mujeres, por ejemplo, les sigue permitiendo ejercer únicamente funciones subalternas. A los hombres les sigue reservando todas las posiciones de poder. Sigue, por lo tanto, sin reconocer a sus dignatarios el derecho al matrimonio y a fundar una familia. Se niega, como siempre, a reconocer a sus teólogos el derecho a opinar e investigar libremente. Pero, eso sí, qué son y hasta qué punto se cumplen esos derechos fuera de sus muros, en el ámbito extraeclesiástico, sobre ello sí que se atreve a opinar impávidamente. Y quiere, por supuesto, que sus prédicas al respecto obtengan su recompensa, tanto si viene como si no viene al caso. Todo indica que ese modo suyo de argumentar halla una acogida tan benevolente que no tiene que temer el menor menoscabo financiero. Bien pueden los clérigos reírse para sus adentros. Todavía hay muchos que se toman políticamente muy en serio no sólo sus falsas preguntas sino también sus respuestas aparentes. ¿Acaso la Iglesia no es de naturaleza fundamentalmente distinta? ¿Podría compararse sin más con los sindicatos o con otras asociaciones sin renunciar a sí misma? Ella, desde luego, opina que no. La Iglesia consiguió que los políticos de toda laya dieran testimonio en su favor aceptando que su autoconciencia constitutiva fuera de naturaleza intangible de modo que también la república se obligaba a hacer algo especial por ella. ¡Un saludo cordial de Juan Crisóstomo!

   ¿Una autoconciencia con derecho a remuneración? Ahí se confunden los intereses de quienes sólo tienen la necesidad de dominar con las necesidades de los dominados. Si alguien que quiere hacer dinero convence al que posee ese dinero de que necesita los servicios que él le ofrece vocacionalmente, las cosas funcionan a la perfección. Quien es presa de las tribulaciones y miedos que se le han inculcado previamente está bien dispuesto a costear los cuidados de quien le libere y redima de esos males: el mismo que se los inculcó, sin cuya intervención previa él no sólo no los tendría sino que ni tan siquiera tendría noticia de ellos.

   Recientemente se suele echar mano de un argumento cuya fuerza subyuga hasta el propio Tribunal Constitucional: el de “solidaridad” entre el Estado y la Iglesia. Eso no parece sonar nada mal al principio… pero un oído atento advierte que suena a hueco. En una época en que todas las personas se esfuerzan por ser o por llegar a ser compañeros; en una época en que el matrimonio viene siendo sustituido por una relación de compañerismo y el compañerismo en general se está convirtiendo, o poco menos, en la máxima expresión de la vinculación afectiva interpersonal los clericales no pueden quedarse a la zaga. Luchan por su poder como cualquier otro lobby y quisieran resarcirse de todo cuanto han perdido en lo tocante a la influencia directa sobre la sociedad generando mecanismos de seguridad en torno a sus instituciones y asegurándose también una buena retribución por su oferta de servicios “solidarios”. El clericalismo, según todas las apariencias un defecto de carácter imposible de corregir, se esfuerza siempre por influir en el desarrollo social en un sentido que cuadre a sus propias opciones. Esa antiquísima ambición se trata de justificar hoy, la mayor parte de las veces, con la afirmación de que la Iglesia «tiene una responsabilidad especial frente al mundo». Ergo debe mantenerse como fuerza globalmente activa y de eficacia universal. En condiciones óptimas se mantendrá al margen de la sociedad para defender su autonomía frente al «espíritu de la época», pero pudiendo, eso sí, actuar como una especie de levadura que penetre en esa misma sociedad para transformarla total y radicalmente.

   Es verdad que han pasado ya los tiempos en que el papa y su Iglesia se arrogaban el papel de señores frente al resto del mundo. Esa vieja ideología se ha declarado entretanto en bancarrota. Ningún clérigo puede hacer ya patria con ella. Pero sí que podría y querría ser “solidario”. Por otra parte, la equiparación fundamental entre dos poderes autónomos, el Estado y la Iglesia, términos usados por el propio Tribunal Constitucional, tampoco es ya objeto de aceptación. A nadie que piense en sus intereses (y en los votos de los electores) le gusta hoy en día hablar de “poderes”. Mencionar al Estado y a la Iglesia como poderes yuxtapuestos e iguales en derechos no resulta ya oportuno. La expresión ‘solidarios’, en cambio, resulta más plausible. Solidaridad entre la sociedad, el Estado y la Iglesia; armonía entre todas las partes, a la vista de los problemas comunes y a fortiori pensando en los más pobres y socialmente desvalidos, eso sí que funciona bien. Con eso se ganan elecciones. Digno de resaltar es, en cualquier caso, que en situaciones tan diversas la Iglesia siempre sacó buen partido económico. Es ostensible que por muy prostituyente que sea la argumentación clerical («podemos relacionarlos con no importa quién») nunca se le cierran los grifos del erario público.

   El teólogo C. D. Schulze caracteriza así la presente situación: «La permanencia inalterada del derecho público eclesiástico en el Occidente es la condición previa a la plena integración de las Iglesias en el sistema de valores de la economía social de mercado y al mismo tiempo una prima por buena conducta, por su contención en la autocrítica, vista la injusticia reinante a nivel mundial y la devastación del planeta. La relación colegial, cuasi matrimonial, como entre gemelos que obran paralelamente gracias a una buena división del trabajo… equivale a un compromiso común y bien contrapesado con el orden social vigente».

   ¿Es la Iglesia realmente un interlocutor y un socio lealmente cooperador con los mismos derechos que el Estado? El tema de la solidaridad con aquélla, ¿debe ser una cuestión aún abierta para los demócratas? No, pues con los clérigos sólo son posibles acuerdos tácticos. Es una cuestión de principio: los demócratas de los más distintos signos no pueden negociar con una gente que mantienen en sus propias instituciones y en el conjunto del grupo un sistema antidemocrático que ni siquiera se corresponde con la Carta de la ONU. El ex‑papa Ratzinger, dejó, en 1984, que saliera a la luz el gato encerrado. Con la mayor, pero también con la más delatora de las frescuras, calificó al Estado ‑como era usual en las filas de la Iglesia a lo largo del s. XIX‑ de “sociedad imperfecta” y desde la posición que da el rango superior de la Iglesia ofreció al “imperfecto” «fuerzas desde el exterior de sí mismo, para que pueda continuar siendo él mismo». A partir de ahí, muchos deberían saber con quién nos las tenemos que haber. Los demócratas no pueden convertirse en compañeros de los antidemócratas sin que su prestigio sufra menoscabo. Quien, pese a ello, opine que puede dejarse ver y cooperar junto a los clericales no tendrá ya excusa que ofrecer en el futuro. Demostrará ser poco respetuoso con la sensibilidad de la mayoría de la población y serlo demasiado con la hipersensibilidad de un determinado estrato social de la Iglesia.

   Mientras que en el periodo de entre guerras los más diversos pueblos, más o menos, se liberaban a lo largo y a lo ancho del mundo de una herencia clerical que no era la suya, los alemanes trabajaban derechamente en provecho del Vaticano. La persona que, del lado curial, llevaba la voz cantante en esa época era el nuncio Pacelli, futuro papa con el nombre de Pío XII. Él era quien movía los hilos de la política de Concordatos y tenía prácticamente en un puño a sus interlocutores. Los Concordatos concluidos por entonces con los distintos Estados de Alemania o con el Reich hitleriano no solamente llevan todos ellos la impronta de su espíritu (leal al Vaticano), sino también su rúbrica. Pacelli consiguió una proeza diplomática tras otra. No es ya que este nuncio consiguiera asegurar toda clase de ventajas para su Iglesia en los Concordatos negociados por él. Es que además los embelesó haciéndoles pensar que pagaban en interés propio, en ventaja propia.
Cuando, tras trece años de estancia en Alemania, abandona la nunciatura de Berlín, un periódico alemán se refiere a él como a “nuestro protector”. Hasta qué punto era atinada la calificación es algo que sólo se evidenció plenamente a lo largo de la guerra hitleriana. Cuando Pacelli asciende al solio pontificio en 1939, su primer comunicado a un jefe de Estado para informarle oficialmente del hecho tenía al Führer como destinatario e iba redactado en alemán. Fue, como se dijo oficialmente, un “acto de especial deferencia”: deferencia frente a un criminal que ya tenía sobre su conciencia la Noche de los cristales rotos, por mencionar tan sólo uno de los crímenes que jalonaron aquellos seis primeros años de su régimen de terror. Pacelli estaba, como siempre, perfectamente informado sobre esos hechos. Conocía Alemania, como nuncio había hecho todo cuanto le fue posible para sacar buena tajada y Roma podía sentirse triunfante. En pocos años la curia había conseguido concluir Concordatos con Lander como Prusia, Badén y Baviera, y después, con el Tercer Reich de Hitler ‑algo verdaderamente sorprendente, aunque, bien mirado, sorprende ya bastante menos. Como quiera que el obispo Faulhaber, cardenal de Múnich desde el año 1921 y hasta el presente contemplado por los bávaros como “dirigente de la resistencia católica contra Hitler”, vituperaba la primera república alemana como un producto resultante del “perjurio y de la alta traición”, podría pensarse que el clero no se sentaría a la misma mesa con representantes de aquella República de Weimar para negociar con ella sobre Concordatos. Pero eso fue lo que cabalmente sucedió. Además de ello, el clero consiguió que la Constitución de Weimar diera una formulación tan ventajosa a los artículos referidos a la Iglesia que ésta toleró con total alivio su anclaje constitucional al igual que, años más tarde, lo hizo con la garantía ofrecida por la Constitución de Bonn de la República Federal: una garantía que consagraba las ventajas que el Concordato firmado en su día con Hitler les concedía.
Quien suponga que los negociadores estatales se vieron cogidos del cuello y arrastrados a las posiciones curiales por los diplomáticos de la Iglesia sólo conoce la verdad a medias. Es cierto que a los clérigos no les gusta hacerse los miserables cuando está en juego su beneficio. También lo es que los representantes de una institución que se tiene a sí misma por “intemporal” y “defensora de valores últimos” se sienten ya de antemano superiores a los que sólo defienden, digamos, valores penúltimos. Pero es asimismo evidente que los autores de un desaguisado de este tipo necesitan víctimas bien dispuestas: la condescendencia y el sentimiento de inferioridad por parte del Estado y de sus representantes suelen converger de modo nada infrecuente, incluso en la actualidad, cuando se trata de asuntos relativos a la Iglesia. La opinión de la masa no impresionó gran cosa a estos señores (la Liga Protestante reunió 3 millones de firmas contra el Concordato con Prusia) y las coaliciones de gobierno se tambalearon o, como en Badén, cayeron. Pero las palabras del príncipe de los poetas alemanes parecían resonar en el vacío:

Concluyóse por fin el Concordato
y el pío documento no está mal:
Roma hace su agosto con el trato
y tú pagas los costos al final.


   Aunque en la inmensa mayoría de los casos se verifica que lo que la Iglesia gana a través de los Concordatos es muy superior a lo que gana el Estado, los alemanes no han querido por nada del mundo renunciar a su derecho de concluir tratados, altamente perjudiciales para ellos, con la Santa Sede. Y el Estado actual no ha cancelado, no se ha sacudido esos acuerdos firmados tiempo ha. Siguen siendo válidos: incluido el Concordato firmado con Hitler bajo las circunstancias más deplorables y bochornosas. Es más: todavía hoy los alemanes piensan que esa vigencia permanente les reporta ventajas y no son capaces de tomar ninguna iniciativa para atenuar o para anular la inserción, otrora decidida, del derecho canónico católico en su legislación.

   Un Estado previsor de su propia ventaja y de la de sus ciudadanos se niega, ya de antemano, a concluir Concordatos. Los Estados Unidos y Holanda, por ejemplo, se atienen fielmente a ese principio. ¿Y los alemanes? El último Concordato del imperio tuvo lugar en 1448 y fue el concluido entre el emperador Federico III y el papa Nicolás V. Tuvo vigencia legal hasta el año 1806. Es cierto que la Iglesia nunca se resignó a la merma de influencia y de dinero que le sobrevino desde entonces, pero tuvo que esperar mucho tiempo hasta hallar, de parte alemana, un interlocutor fiable: un político cuya elección como presidente del Reich había recomendado ya ella misma en 1932 mediante una distribución masiva de octavillas entre los electores católicos: se llamaba Adolfo Hitler.

   «La misma clientela e idénticos síntomas», así podría sintetizar un aforismo fácil de memorizar las relaciones entre el clericalismo y el fascismo, se podría, además, documentar históricamente: todos los regímenes fascistas accedieron al poder con un intenso apoyo papal. Cada oveja se asocia, y muy gustosamente, con su pareja. La Italia de Mussolini y la España de Franco obtuvieron el respaldo de las masas católicas (¿quién más las habría apoyado, de no ser así?). Es cierto que, todavía en 1920, Benito Mussolini, autor de las obras Dios no existe y La querida del cardenal, calificaba de enfermas a las personas religiosas y escupía sobre los dogmas, pero tan solo un año después elogiaba ya de tal manera al Vaticano y a su reino que el cardenal Ratti ‑un año antes de su elección como papa Pío XI‑ exclamó exultante: «Mussolini es un hombre maravilloso. ¿Me oyen? ¡Un hombre realmente maravilloso!».

   El papa y el duce eran oriundos de Milán, ambos odiaban a comunistas, liberales, socialistas y anarquistas. Además de ello, Mussolini salvó de la bancarrota al Banco di Roma, al que la curia había confiado grandes sumas, con desembolsos de dinero público. Con ello el máximo jerarca del fascismo se hizo merecedor del elogio del decano del colegio cardenalicio, quien lo calificó de «elegido para ser el salvador de la nación». Y también Pío XI (1922‑1939) promocionó la carrera del dictador de Italia: ni siquiera protestó cuando los fascistas mataron a algunos religiosos y, ni que decir tiene, mantenía la boca bien tapada cuando las víctimas eran comunistas, socialistas y anarquistas (para entonces los liberales ya se habían fundido por completo con el fascismo). El 20 de diciembre de 1926 pronunció aquellas palabras orientativas acerca del camino a seguir: «Mussolini nos fue enviado por la providencia». Tres años después clericales y fascistas concluyeron los Acuerdos de Letrán, que para los primeros significaron la aportación de una renta de millones de liras en favor “del reino que no es de este mundo” y para los segundos, la bendición papal y su reconocimiento público. El catolicismo se convertía así en la religión del Estado para los italianos y el fascismo asumía la dirección de los asuntos políticos. Ambas ideologías se entendían espléndidamente y avanzaban hacia sus objetivos cogidas de la mano: la clientela y los síntomas eran idénticos o se identificaron sin más.

   En la Italia de entonces los libros escolares se componían, en una tercera parte, de textos extraídos del catecismo y de oraciones religiosas. Los dos tercios restantes se dedicaban a la glorificación del fascismo y de la guerra. Ambos reinos volvían a ser de este mundo. Después que Mussolini sojuzgara Abisinia tras una “justa guerra de defensa” (opinión católica); después de que una fábrica de municiones, propiedad del Vaticano, se acreditase como uno de los más eficaces proveedores de material militar y que el cardenal de Milán ensalzara aquella guerra como “campaña de evangelización”, el clero católico celebró unánimemente al “Duce maravilloso” como dirigente del “Nuevo Imperio que llevará por todo el mundo la cruz de Cristo”

   En España, un país económica y espiritualmente depauperado a lo largo de los siglos por obra y gracia de sus gobernantes clericales, los obispos secundaron al papa y exigieron ya en 1933 –tras la visita de Pacelli a su vuelta de EE, UU‑ una «santa cruzada para el restablecimiento de los derechos de la Iglesia». El golpe de Estado franquista contó asimismo desde su comienzo con la bendición de los prelados. Franquistas y clericales pretendían hacer pasar su guerra por una simple campaña de defensa contra el comunismo ateo. En realidad, contra un pueblo que no se plegaba estrictamente a su modo de pensar. La primera insignia extranjera en ondear sobre el cuartel general del caudillo fue la del papa y de ahí a poco la franquista fue izada también en el Vaticano. Pío XI sabía muy bien hasta qué punto su reino era de este mundo cuando en plena guerra civil envió un telegrama rindiendo homenaje al general fascista y en el que decía sentir «latir el espíritu, profundamente arraigado, de la católica España». En el verano de 1938 el mismo papa se negó a la petición presentada por Francia e Inglaterra para que protestase contra los bombardeos dirigidos contra la población civil por los aviones franquistas. Cuando Franco, con la ayuda de Roma y de Berlín, consiguió vencer al pueblo español, el nuevo papa, Pío XII, le envió su felicitación el mismo 1 de abril de 1939: «Elevando nuestro corazón a Dios, nos congratulamos con Su Excelencia por esa victoria tan anhelada por la Iglesia Católica… Abrigamos la esperanza», continuaba el texto papal, «de que su país, una vez restablecida la paz, retome con nuevo vigor sus viejas tradiciones cristianas». Su esperanza no era vana: en los años que siguieron Franco hizo fusilar a unos 300.000 disidentes.

   También por lo que respecta a la historia alemana hay pruebas fehacientes de que los obispos ‑de grado o a regañadientes‑ contribuyeron, alentados por su jefe, Pío XII, a aupar a Hitler, a quien después prestaron su apoyo hasta el final. Los muchos intentos de blanquear esas páginas de la historia se estrellan contra hechos. La Ley de Plenos Poderes del 24 de marzo de 1933 (previamente habían sido suspendidos los derechos civiles fundamentales consagrados en la Constitución de Weimar) sólo pudo obtener la necesaria mayoría para su promulgación gracias a los votos del Partido Católico del Centro cuyas riendas llevaban los clérigos. Su aceptación de aquella ley dictatorial iba unida a la previa promesa de Hitler de concluir con la Iglesia un Concordato para todo el Reich. El 10 de abril y en medio del clima generado por las órdenes de boicot y de pogroms contra los judíos, el paladín de Hitler, Góring, obtenía una audiencia en el Vaticano para el papa felicitara así a Alemania por su nuevo Führer. El 3 de junio de 1933, cuando ya millares de católicos estaban en la cárcel, los obispos escribían estas palabras: «No queremos, bajo ningún precio, privar a este Estado de las fuerzas de la Iglesia». El 20 de julio de 1933 se firmaba el Concordato entre el Reich y la Iglesia. Este documento no sólo contenía garantías financieras concedidas por el Tercer Reich a la Iglesia católica, sino también una clausula secreta que bendecía el rearme alemán. Cláusula que aún sigue en vigor.

   El Concordato del Reich fue celebrado con misas solemnes durante las cuales halló también expresión litúrgica la nueva relación, recién cimentada, entre la Iglesia y el Estado: los obispos entonaron un Tedeum. Sacerdotes nacionalsocialistas pronunciaron solemnes sermones ante unidades de las SS y de las SA en perfecta formación. Grupos de asalto de las SA se situaron a uno y otro lado del altar mientras sus bandas musicales tocaban música sacra. Todo es exultación y júbilo y si alguien no se exulta es porque está ocupando ya su puesto en el campo de concentración. El papa Pío XI es ensalzado por su cardenal Faulhaber, otro “resistente”, como el «mejor amigo e incluso, en un principio, como el único amigo del nuevo Reich». El 20 de agosto de 1935 los obispos alemanes catalogan el Concordato con estas certeras palabras: «el Santo Padre», testimonian halagando a Hitler, «ha cimentado y elevado de manera incomparable el prestigio moral de su persona y de su gobierno». Todavía en 1937 el arzobispo Faulhaber, que siempre estuvo perfectamente al tanto de todo cuanto Hitler había hecho desde 1933, declaró acerca de este tema: «En la época en que los soberanos de las potencias mundiales guardaban frente al nuevo Reich alemán una actitud de fría reserva, cuando no de plena o casi plena desconfianza, la Iglesia católica, la mayor potencia moral sobre la tierra, expresó su confianza al nuevo gobierno alemán a través del Concordato. Eso constituyó un hecho de inconmensurable relevancia en favor del prestigio de dicho gobierno ante el extranjero».

   Después de la ocupación de Checoslovaquia por los nazis, Pío XII, el consumado diplomático de la era de los Concordatos, se muestra entusiasmado y declara que su amor por Alemania es ahora mayor que nunca. Después de la invasión de Polonia el papa renueva aquel voto de amor con sus mejores financiadores y su Osservatore Romano escribe, zanjando correcta y previsoramente la cuestión relativa a la responsabilidad por la guerra: «Dos naciones civilizadas inician una guerra». Cuando Inglaterra y Francia insisten en que la curia declare a Hitler como agresor el papa rehúsa hacerlo. Todavía en noviembre de 1943, en medio de aquella guerra altamente criminal desatada por Hitler, el papa encarece que «sin desconsiderar a los demás pueblos, su especial preocupación… se centra ahora ante todo en el pueblo alemán, tan probado por el sufrimiento». A estas alturas, después de los primeros 15 meses de contienda, la archidiócesis de Freiburg ha aportado ya más de 61,3 millones de marcos en concepto de «prestaciones de ayuda a la guerra». Y eso no debe causar asombro habida cuenta de que el arzobispo Gróber, él mismo miembro patrocinador de las SS, había escrito durante esos meses no menos de 17 cartas pastorales en todas las cuales exhortaba al sacrificio.

   ¿Resistencia? ¿Combatientes de la resistencia entre los obispos alemanes? De los 26.000 sacerdotes alemanes sólo un 1% fue a parar a Dachau y entre ellos no había un solo obispo: ni Galen de Münster, ni Faulhaber de Múnich. Cuando Hitler vulnera algunas estipulaciones parciales del Concordato, los obispos y el papa únicamente deploran lo que les perjudica a ellos. El historiador H. Müller ve en la defensa de la institución católica «el primero y casi único punto de inserción de la resistencia católica». El catolicismo alemán se interesaba, casi exclusivamente, por el mantenimiento de sus derechos, libertades y organizaciones. En cambio las injusticias, el terror, el asesinato y la violación de la persona humana como tal fueron ampliamente ignorados por él. El obispo Galen, por ejemplo, se queja explícitamente, en una carta dirigida a su colega Berning y fechada el 26 de mayo de 1941, de las restricciones impuestas a los derechos de la Iglesia, pero no pierde una sola palabra para referirse a las persecuciones que arreciaban sobre los no católicos. No consta que Galen se haya manifestado nunca acerca de la caza asesina desplegada contra judíos, gitanos, homosexuales, etc. Para los obispos alemanes, los judíos constituían «un foco de interés relativamente lejano a los nuestros desde el punto de vista eclesiástico». El arzobispo de Freiburg, Grober, escribe en 1937 que el bolchevismo, contra el cual se arma Hitler, representa un «despotismo asiático al servicio de un grupo de terroristas encabezados por judíos». El obispo de Linz, Gföllner, dice ya en 1933, poco antes de que Hitler tomase el poder, que todos los cristianos tienen en conciencia la estricta obligación de «combatir al depravado judaísmo», que «aliado a la masonería internacional… oficia de fundador y de apóstol del bolchevismo». El mismo Galen escribe en su mensaje de felicitación por el ataque de Hitler a la URSS acerca de «la dominación judeo‑bolchevique de Moscú» a la que ahora se va a poner coto. ¿Media acaso una gran distancia entre declaraciones como éstas y la criminal formulación nazi relativa a la “conjuración del judaísmo internacional”?
Estos obispos no alzaron nunca su voz para protestar contra la supresión de los derechos fundamentales que los alemanes disfrutaban en la democracia. Tampoco contra la eliminación de anarquistas, socialistas y comunistas. Nunca contra el antisemitismo y los crímenes perpetrados en la persona de millones de ciudadanos. Ni una sola carta pastoral, se autoalaba en 1936 un cardenal alemán, ha lanzado palabras críticas contra el Estado, el movimiento nacionalsocialista o el Führer. «En España», palabras de Galen, «el bolchevismo ateo ha sido vencido con la ayuda de Hitler».

   Claro que, pasado este episodio, ahí los tenemos a todos nuevamente, al lado de los vencedores. Ahora ninguno de ellos pretende haber tenido nada que ver con los hechos pasados. Nada de eso: en julio 1951 los clérigos ponen en la picota y tachan de fracasados a aquellos católicos «que se dejaron engañar por el Estado totalitario» y que «dando muestras de actitud conciliadora se manifestaron propensos a aceptar fatales compromisos con aquél». Ya han hallado chivos expiatorios: la tendencia a proyectar toda la culpa sobre los nazis y sus compañeros de viaje sirve para disimular su propio fracaso (por haber sido mucho más que simples compañeros de viaje). Proceden a una depuración de los documentos y a los historiadores de la Iglesia de talante clerical se les permite pasar por alto cosas esenciales y describir con lujo de detalles lo más o menos trivial. Si abrimos un diccionario histórico de Alemania y consultamos la entrada ‘Faulhaber, Miguel de’ nos enteramos de que el cardenal era «ya desde el año 1933 un resuelto adversario del nacionalsocialismo». Esta mentira concreta sobre tales resistentes no tiene nada de extraordinario: es la característica común a todos los obispos católicos que ‑casualmente el 8 de mayo de 1945, día de la capitulación‑ renegaron del fascismo: su reino nunca fue de este mundo. El mismo verano de aquel año de 1945 el cardenal Galen redactó un esbozo de programa de un nuevo Partido Popular de orientación cristiana. A partir de ahí se viene urdiendo la mentira vital del catolicismo alemán de la postguerra en torno a su supuesta resistencia.

   De ahí en adelante los clérigos se vieron en la obligación de desmentir, más aún, de rechazar con indignación que se hubieran beneficiado del dinero de Hitler. Tienen que reprimir la conciencia del hecho de que su papa apostó durante un período excesivamente largo por la falsa carta cosmovisional y que solo cambió de trincheras cuando ya se veía venir la derrota militar de Alemania. Tienen que desautorizar sus propias palabras: ellos nunca dijeron lo que quedó por escrito. Ni un solo obispo alemán padeció internado en un campo de concentración. El obispo Berning sí que estuvo en uno de ellos, pero de visita pastoral: alabó sus instalaciones, ensalzó a los centinelas y exhortó a los cautivos a la obediencia y la fidelidad para con su pueblo y con su Führer. Punto final de su homilía: un triple ¡Heil Hitler!.

   Los obispos merecieron, incluso, un elogio de Heydrich, el feroz esbirro del dictador. Heydrich ensalzó la carta pastoral del obispo de Ermland, Kaller, quien todavía en 1941 aseguraba que «justamente en cuanto creyentes inflamados por el amor a Dios permanecemos fieles a nuestro Führer, que rige con segura mano los destinos de nuestro pueblo». Y el obispo Galen tampoco le iba a la zaga, el mismo día de su consagración como obispo, el 28 de octubre de 1933, predicaba así: «Queremos dar gracias a Dios nuestro Señor por su amorosa providencia, que iluminó y fortaleció a los dirigentes supremos de nuestra patria. Éstos reconocen ahora el terrible peligro que amenaza a nuestro querido pueblo alemán por parte de una propaganda sin tapujos en pro del ateísmo y del desenfreno e intentan exterminarla con mano fuerte» ¿Mano fuerte? ¿Exterminio? ¿Legitimación de Hitler por parte del obispo? Estos resistentes sabían distinguir bien a sus auténticos enemigos: éstos no respondían al nombre de nacionalsocialistas. Se hallaban entre los comunistas, esas “bestias embrutecidas” (Galen, 1945). La misma palabra de ‘democracia’ le resultaba penosa. Cuando en el otoño de 1941 circuló una falso escrito según el cual él habría llamado a la resistencia pasiva contra Hitler, el “León de Münster” desmintió enérgicamente tener nada que ver con un texto «cuya tendencia era rotundamente opuesta a sus convicciones y a su actitud».

   ¿Quién ofreció realmente resistencia? La ofreció, por ejemplo, el sacerdote católico Doctor M. J. Metger, quien fue ejecutado en 1944 a causa de sus esfuerzos pacifistas. Su propio obispo, el miembro de las SS, Grober, se había distanciado de Metger y de sus “crímenes” en una carta dirigida al presidente del Tribunal del Pueblo, Freissler. Y fue a este juez‑verdugo y no a Metger a quien Grober testimonió su “alta estima y respeto”. Y ni siquiera la amplia conversión episcopal del 8 de mayo de 1945, día de la capitulación, surtió gran efecto en Grober: cuando los 11 sacerdotes de su diócesis que habían sobrevivido a los campos de concentración se reunieron en 1946, Grober se negó a asistir y prohibió que aquel encuentro en la ciudad de Offenburg se hiciera público. La situación del cristianismo oficial de las iglesias era entonces tan escabrosa que «únicamente una gigantesca maniobra de encubrimiento» (palabras del historiador católico F. Heer) podía salvar la cara de los obispos. A las sombras de las ruinas surgió después aquel poderoso edificio de la mentira de la resistencia… y de ahí a poco los obispos, cuyo fracaso había sido tan deplorablemente estrepitoso como el de su papa, se convirtieron en garantes del nuevo orden (cosechando además las correspondiente recompensa). Un ejemplo entre muchos: Múnich ha denominado una de sus calles más céntrica con el nombre del cardenal Faulhaber. No está muy lejos de la calle Pacelli (en honor de Pío XII). Ambas calles están en las inmediaciones de la Plaza de la Víctimas del Nacionalsocialismo.

   Hay un principio que rige la experiencia cotidiana: antes de que otra gente acceda a nuestro dinero tienen que haber hecho algo para ello. Es también obvio que previamente a su conversión en “dinero de la iglesia” ese dinero es algo nuestro. Antes, pues, de soltarlo sin más es preciso que la iglesia preste algún rendimiento por ello. Y después de que lo haya recibido ha de mostrar lo que ha hecho de él. Ese principio no tiene nada de malo pero se da el caso de que ese principio está por regla general fuera de uso. La Iglesia cuenta con un apoyo sustancial de las leyes y de la propia Constitución. La Constitución convierte a la Iglesia en un grupo privilegiado y le garantiza la. Hoy resultaría imposible que la Iglesia hiciera pasar felizmente por el parlamento leyes como las aludidas. Pero es que ya no necesitan respaldar democráticamente sus privilegios: pueden remitirse a acuerdos, algunos de los cuales se remontan a fechas de hace más de 200 años.

   La separación entre la iglesia y el estado, en la actual constitución, ha sido prácticamente vaciada de sentido. Quien reflexione acerca de la situación fáctica en la no llegará a la conclusión de que semejante separación esté verdaderamente estipulada en la Constitución o se haya hecho ya efectiva. ¿Será cuando menos posible modificar en algo esa situación normal? El juez administrativo G. Czermak escribe que la bibliografía relativa a la situación jurídica de la Iglesia en el marco del derecho público está redactada en un 95% de los casos «por juristas que son, cuando menos, muy próximos a aquellas y que ello tiene sus correspondientes repercusiones en el plano de la jurisprudencia». Consecuencia de ello es que las posiciones opuestas se consideran sin más extraviadas o indignas de ser citadas. Y actualmente no hay «ningún otro ámbito jurídico tan amplio en el que la bibliografía y la praxis jurídica se hayan alejado de tal manera de la letra y del espíritu de las normas fundamentales como en el caso del derecho público eclesiástico».

   Y los verdaderos responsables de que ello sea así no son otros sino aquellos juristas que preconizan la “catolización del derecho”.
En ese punto hay muchas cosas pendientes de una necesaria enmienda política. En el interim la Iglesia sigue viviendo alegremente de nuestro dinero. Ella no tiene, por supuesto, el más mínimo interés en que las cosas cambien. Es bien sabido que a la mayoría de los humanos les resulta muy difícil romper con lo que ya es habitual, con los tabúes, y ahondar en el trasfondo de esa cuestión de «la iglesia y nuestro dinero». La vigencia de esa zapatilla de freno psicológica que dificulta la ruptura de tabúes es algo que la iglesia y el estado sopesan conscientemente en sus comunes cálculos. Los clérigos viven como el ratón en medio del queso.

   Cuando se aborda la cuestión de la iglesia y el dinero el asunto de los impuestos eclesiásticos suele ser central. Es un tema conocido de todos, tanto si los pagan como si no (ya sería de desear que la gente tuviera el mismo grado de conocimiento respecto a los casos de concesión tácita de subvenciones a la Iglesia por parte del gobierno, de los autonomías,  de las diputaciones, de las cabezas de partido judicial y de los municipios). El concepto de ‘impuestos eclesiásticos’ desenmascara de por sí todo el sistema a cuyos propósitos sirve. El impuesto eclesiástico es un tributo forzoso, impuesto a todos los ciudadanos sin que éstos puedan hacer valer su derecho a contraprestaciones concretas. Un estado que, según la propia Constitución está obligado a tratar a todos por igual, no sólo garantiza la aportación de un tributo por parte de los ciudadanos, sino que, más allá de sus obligaciones constitucionales, recauda él mismo ese tributo por medios de sus organismos fiscales. Ningún otro grupo de intereses goza, ni de lejos, de semejante trato privilegiado.

02. Crimestop



George Orwell traza en su famosa novela 1984 la imagen de esa actitud anímica habitual en los sistemas totalitarios: crimestop significa la capacidad, casi instintiva, de contenerse en el umbral mismo de cualquier pensamiento peligroso. Incluye el don de no entender las analogías, de mostrarse incapaz de reconocer errores lógicos, de malentender los argumentos más elementales… y también de aburrirse o sentir repugnancia ante cualquier ilación de pensamientos que pudiera deslizarse en dirección herética. Crimestop significa, en una palabra, ‘estupidez protectora’.
A despecho de todo ello, las dudas siguen vivas en las mentes cristianas. Alejarlas de la propia fe victoriosa o encauzarlas, al menos, en una fórmula triunfal constituye una de las tareas más apremiantes de los clericales (y de sus cómplices políticos). Así se inventó el dogma, la cumbre suprema de fiabilidad y garantía ideológicas. Esa muletilla del pensamiento, vinculante para todos los creyentes y puesta al servicio de todo intelecto hipócrita y lacayuno, está, ella misma, crudamente expuesta a desviaciones, errores y dudas. Pero también en este punto sabe “el clero” hallar pronto remedio: surge así una instancia suprema, la de un papa que rige infalible en las cuestiones tocantes a la fe y legitima la idea obsesiva del dogma. Confiarse a él, edificar sobre la roca que es su solio parece ser la única posibilidad de prevalecer frente a las “puertas del infierno (o cualquier otro mantra). El precio de todo ello, el sacrificio de millones de intelectos, a lo largo de la historia del dogma, en aras de la necesidad de seguridad de unos pocos, eso es algo que las declaraciones públicas de clérigos o políticos no se dignan mencionar ni siquiera mediante una alusión tangencial.