A la memoria del profesor José Luis García Rúa, asturiano de
pro, que vivió el destierro en Granada, en agradecimiento por todo lo que me
enseñó.
1. En el año 399
a. C., un régimen democrático obligó a Sócrates, acusado de «no reconocer a los
dioses de la ciudad, introducir nuevas divinidades y corromper a la juventud»,
a inmolarse bebiendo cicuta. Del hecho derivará el odio de Platón a la
democracia, arguyendo que no podía ser bueno un régimen político que da muerte
al mejor hombre de la ciudad. Pero el recelo ante la democracia era, sin embargo,
en el círculo socrático ya anterior a la muerte de Sócrates. La postura antipolítica
de éste, su inclinación a una forma comunista de ver los problemas comunitarios,
y la prioridad formativa de la mente y del carácter que imprimía a sus tareas
por encima de la política ‑asumida, sin embargo, por los sofistas de la primera
época‑, constituyen de alguna forma el sustrato del que Platón iba a partir. La
matematicidad platónica y su proclividad a comprender geométricamente la
justicia serían también factores decisivos en la configuración de su discurso
político.
Después de la
fundación de la Academia en el 387 a. C., un año después de haber sido vendido
como esclavo por Dionisio I de Siracusa tras su fracaso político ante éste,
Platón, que camina ya hacia la madurez, encontrará reforzadas las razones que
le habían de conducir a la profundización de su discurso político y a su
sistematización more geometrico: si el modelo político es para la
comunidad de los hombres, y si la naturaleza del hombre es general, lo correcto
es conformar un discurso general y abstracto universalmente aplicable. Se haría
dejación de las diferencias de regímenes políticos y pueblos concretos para
tener sólo en cuenta diferencias de tipo general dadas en todos los pueblos,
tales como la diferencia cualitativa de capacidad entre los humanos,
diferencias a las que se les daría una formulación teórica acorde con el
principio socrático «que cada cual haga su tarea», para deducir de ello un
principio de división del trabajo social según naturaleza. Partiendo de este
principio metódico, que valora sobre todo la eficacia en la concreción de lo
propuesto, y teniendo a la tarea política como un medio inexcusable para salir
de la caverna y regresar a la misma positivamente transformado, parece
propio, aparte otras muchas razones en el discurso general platónico, concebir
geométricamente la justicia como ausencia de intereses particulares que puedan
entorpecer, oponerse o pisotear intereses ajenos. De aquí la exaltación del
bien común como bien fundamental y hasta el único verdadero al que debe
contribuir alícuotamente cada esfuerzo particular, entendiendo que el bien del
todo constituye el bien de las partes.
Tal será el pensamiento
de Platón en La República, que incluirá tácitamente en esta construcción
su juicio negativo de la democracia: la injusticia nace de un sistema actuado
por el interés personal, un sistema definido por una comunidad atravesada de
actos no comunitarios. Dentro del sistema de la injusticia, el régimen político
es bastante indiferente, y, dentro de la relatividad de su indiferencia, se pone
de relieve que, si el mal nace de la «particularidad» de los actos en pos de intereses
privados, el peor régimen será aquél en el que más se faciliten tal tipo de actos,
a saber, la democracia.
En el Platón que
va camino de la vejez, o que se mueve ya en ella, se da una evolución del
pensamiento político. Esto es lo que se constata en las otras dos obras que
tratan del tema, El Político y Leyes, así como en el Epínomis.
Pierde ahora tono, sin llegar a desaparecer ni mucho menos, el mos
geometricus del pensamiento platónico: los hombres no son entes
matemáticos, no se les puede tratar como cantidades iguales; la política no es
una ciencia exacta; no basta con definir los regímenes, hay que explicar las
condiciones de su génesis; el pasado tiene un peso que actúa en el presente; no
se puede dejar de contar con la economía; el carácter no exacto de la política
pone en valor la constitución mixta (autoridad personal y libertad); la
tendencia a la felicidad está en la naturaleza humana; se debe buscar la justa
medida que dé el equilibrio entre el placer y la pena; el ideal debe mantenerse
junto a la contemplación de las circunstancias; a pesar de la insuficiencia de
las leyes, éstas deben ser seguidas, e incluso se acentúa que lo que debe
imperar es la ley impersonal. Estas dos últimas cuestiones son de la máxima
importancia, pues son los condicionantes para que Platón pueda ahora dar
estatuto de validez a la democracia.
La experiencia
política de Platón, antes y después de La República, había sido una
experiencia abstracta, de laboratorio intelectual, y no podía por menos de
estrellarse contra la tesitura rastreramente fáctica de los Dionisios siracusanos. Los resultados de
las tres incursiones llevadas a cabo por Platón en este terreno no pudieron
dejar de influir de alguna manera en la evolución del pensamiento político
platónico, y de actuar como sumando en la evolución general del pensamiento del
discípulo de Sócrates. Esa desviación correctiva en este campo, sólo podía darse
con la admisión de datos empçiricos en el discurso: el proyecto político es
para la comunidad y la comunidad tiene una historia y unos determinantes sobre
los que el modelo debe sobreponerse, después de valorarlos positiva o
negativamente y de ver cómo las partes del discurso modélico se engarzan en las
contingencias comunitarias para transformarlas, y hacer variar con esta
transformación el sentido del conjunto.
Es en esas
circunstancias en las que Platón revisa hipotéticamente y en sentido positivo
su concepto de la democracia. Esta nueva valoración era, sin duda, consecuencia
de la necesidad de admitir los condicionantes históricos, económicos, sociales,
ideológicos y psicológicos como elementos actuantes en las sociedades
concretas, y, como corolario de esa admisión, la aceptación de que, asumidas
ciertas necesidades individuales (felicidad, propiedad, libertad...) en modo
contenido y limitado por el bien comunitario, el mayor potencial de libertad y
espontaneidad de relaciones interpersonales en democracia, incorporadas al bien
comunitario, no podrían dejar de enriquecer el conjunto en bien de todos y cada
uno de los miembros de la comunidad, y de la comunidad misma como entidad más
cercana a la idea genérica de comunidad y bien.
También en
Aristóteles, decidido partidario de la oligarquía, se admitía que la democracia,
«el menos bueno de los regímenes buenos, y el menos malo de los malos», podría
representar, en determinadas condiciones, una cierta superioridad por darse en
el pueblo una suma de prudencia que haría más verosímil el acierto, y, a
sensu contrario, una mayor dificultad para la corrupción, en razón del
mayor número de individuos a corromper, así como se valoraba el hecho de que la
identidad entre el Estado y el pueblo, como administrador del Estado y a la vez
destinatario de esa administración, haría más certeras las decisiones que se tomasen
encaminadas a detectar y satisfacer necesidades populares, ya que nadie mejor
que el pueblo conoce sus propias necesidades.
Sin embargo, el hándicap,
insalvable por la democracia, para Aristóteles era la ineducación del pueblo
como sujeto del Estado, habida cuenta de que, para el estagirita, la educación no
era la condición, sino la consecuencia de un Estado bien gobernado: de una
situación de ignorancia, impreparación y falta de sensibilidad por falta de
cultura no podrían derivarse medidas sabias y prudentes en el gobierno del
Estado, antes bien, esa falta de madurez en el pueblo, sujeto de derechos sumos
en el Estado, lo convertiría en fácil presa de demagogos y aventureros
interesados, que obtendrían de los ciudadanos patentes de gobierno en beneficio
propio, y, por supuesto, en detrimento de la comunidad. Tarea, pues, trascendental
y prioritaria para Aristóteles: la educación del pueblo desde la oligarquía, ya
que el pueblo, inculto él mismo, no puede darse a sí mismo cultivo.
Nos hemos detenido en estos excursos previos
con la intención de demostrar que, ya desde las primeras ejemplificaciones
históricas de la democracia, en el instante mismo de su aparición en la
historia, se advierte, tanto en el terreno práctico como en el teórico, una
valoración ambivalente de la misma, en el sentido positivo y en el negativo,
cuestión que afecta respectivamente a una aceptación y a un rechazo relativos
de tal sistema de gobierno por parte de determinados espíritus críticos,
positivamente interesados en la cosa pública.
2. Sobre la
ambivalencia de la democracia son también muy ilustrativas las lecciones que
nos transmite la antigua Roma republicana, donde la legendaria tradición de
sabiduría y prudencia del rey Numa no fue suficiente para mantener la
institución, ni para contener la furia popular, que, desatada contra las igualmente
legendarias circunstancias de Tarquinio el Soberbio, abocó a la histórica revolución
del 510 a.C., como inauguración del régimen democrático que habría de regir los
destinos de Roma hasta el siglo I. Desde entonces, será secular en estas tierras
el odio a la figura del rex, y la prevención contra toda forma de poder personal.
Será Polibio, un historiador griego afincado en el círculo de los Escipiones,
quien haga el panegírico de la constitución romana como arquitectura maestra de
control del poder personal. La institución consular está sabiamente pensada
para ese cometido: son siempre simultáneamente dos los cónsules, con igual
poder y capacidad, para derivar de ello equilibrio y limitación. Anual es la duración
de su cargo, pues el tiempo es un factor fundamental en la consolidación y
acumulación de poder. Esta institución cala tan hondo en la vida del pueblo romano
que la marcha del decurso histórico se mide y computa por la sucesión de cónsules
(consulibus... «siendo cónsules...»). El carácter excepcional y limitado
de la dictadura en la República romana, y el hecho de que los generales de
regreso de expediciones debieran abandonar la capa roja, símbolo de su mando,
para entrar en la ciudad como simples civiles, hablan también claro de ese
temor romano al poder personal…
En este clima ,
se daba un cauce idóneo para el desarrollo del genio jurídico romano que se
anuncia tempranamente ya con la Ley de las Doce Tablas. Ius y Libertas
son allí dos conceptos incuestionables, pero en el entendimiento del derecho
como el suum cuique tribuere, «dar a cada uno lo suyo», el quid de
la cuestión para calibrar el grado de formalización de los términos giraba en
tono al suum. El problema se planteaba así: ¿cómo definir ‘lo suyo’ de
cada cual, no tanto para que pueda ser exigido desde el sujeto como para que le
pueda ser otorgado por el entramado institucional? En un ambiente en el que el
sentido del orden jurídico no tolera que haya ningún bien sin propietario
concreto, ‘lo suyo’ de cada uno viene definido a priori por el orden
social, de forma que ‘lo suyo’ de la plebe y de la aristocracia no son dos “suyo”
recíprocamente intercambiables. La misma formulación cuasi sagrada, que actuó
frecuentemente como ultima ratio, la fórmula Senatus populusque
romanus, es claramente indicativa de que, en la presunta unidad activa del
Estado romano, está incluida una dualidad insalvable, el Senado, por un lado, y
el pueblo, por otro.
Del carácter
formal de esta democracia ilustra con claridad la institución de tribuno del pueblo, destinado a ser en
el seno del Estado el valedor de una de las partes de esa dualidad reconocida.
Sin embargo, el hecho de que ese cargo constituyera una etapa en el cursus
honorum (perfectamente traducible por “carrera política”), delimitaba de antemano
la capacidad de esa defensa popular, que, por otro lado, cuando intentaba,
dentro del derecho, saltarse lo establecido en el sistema institucional, estaba
destinada fatalmente al fracaso, como se probó claramente en el siglo II a.C.
en el caso de los Gracos y la “cuestión agraria”. La arenga que Catilina,
degradado por la historia oficial romana, lanza a sus compañeros de revuelta
antes de la batalla que será su destrucción definitiva, es un dechado de
claridad respecto al carácter formal y hasta hipócrita de esta democracia,
hasta el punto de que es difícil no ver en el relato de la conjuración que hace
Cayo Salustio, y a pesar de la intención negativa y crítica del hecho por parte
del autor, una suerte de reconocimiento de la veracidad crítica y sangrante que
envuelve la mencionada arenga.
3. Tras la instalación
del régimen cesarista imperial en Roma, y tras la ruptura del Estado con la implantación
del régimen aristocrático‑feudal que sigue a las invasiones bárbaras, el primer
ejemplo de convivencia democrática aparece con el régimen de concejo municipal
abierto que sobreviene como consecuencia de la necesidad que tiene el rey de
apoyarse en ciudades y municipios en su lucha por someter la dispersión
nobiliar. Dentro de las limitaciones impuestas por su inclusión en el sistema
feudal y por su dependencia del rey, pero a la vez beneficiando de una más
amplia libertad que éste se veía forzado a otorgarles, fueron estas democracias
municipales, no sólo un único ejemplo de democracia en el medievo, sino también
un primer ejemplo de convivencia comunitaria abierta a la democracia directa,
en razón de su toma de decisiones por el común concejil, y en razón también de
su superación de la estructura de la propiedad privada de las tierras, que
conllevaba la explotación comunitaria de las mismas. Claro que la duración de estos
ejemplos positivos estuvo condicionada a la necesidad que el rey tuvo de apoyarse
en ciudades y municipios para someter a la nobleza. Una vez sometida ésta y
convertida en nobleza cortesana, ya desaparecida aquella necesidad, el rey somete
también a los municipios que entran ahora en decadencia instantánea.
Toda la evolución
política, ya desde la Baja Edad Media, camina en la dirección de la
construcción del Estado. Se tardará más o menos en llegar a ella, según las circunstancias
de cada nación, pero esa es la dirección y el sentido. Se pueden distinguir en
esa marcha cuatro etapas: la de las luchas por el sometimiento de la autonomía
nobiliar, la etapa del régimen de Principado, la etapa de la culminación de la
reconversión de la aristocracia en nobleza cortesana y consolidación de las monarquías
absolutas, y, finalmente, la etapa de superación del Estado aristocrático‑feudal
por las revoluciones burguesas, acompañadas de sus avatares de restauraciones,
evoluciones internas y cambios de signo del Estado. Concurren en estos
movimientos factores muy diversos de índole económica, social, política e
ideológica entrañados en la ascensión imparable de la burguesía desde el siglo XIII,
en la concentración en Europa de los recursos de cuatro continentes, en los movimientos
bélicos y diplomáticos (familiaridad de las casas reales) internaciones, y en toda la
teorización política que va desde Maquiavelo a Montesquieu, pasando por Bodin,
Altusio, Hobbes y Locke, por citar sólo algunos de los nombres que hicieron en
este campo propuestas críticas, o por Moro y Campanella, entre los que hicieron
propuestas indirectas de carácter utópico. Salvo la teorización de Rousseau,
primera forma de discurso que cuestiona al Estado y que diferencia, a efectos
de interés político, Estado y Sociedad, en tanto que estructuras ‑discurso que,
en su forma antiestatalista, será continuado en el siglo XIX de hecho por el
anarquismo y de manera formal por el marxismo‑, todas las demás teorizaciones,
exceptuadas las de carácter utópico, son constructos de Estado, que, en el área
anglofrancesa, se detienen en las motivaciones sociológicas y en los esquemas
técnico‑políticos, y, en el área alemana, habrán de recibir con Hegel el discurso
más fundamentado y completo en el orden filosófico y abstracto.
4. Fueron las
revoluciones burguesas las que alumbraron el concepto y la práctica moderna de
democracia, desarrollada sobre la base del concepto de ‘soberanía nacional’,
bajo el cual se liquidaba definitivamente el antiguo régimen. Y, entre ellas,
es el desarrollo de la Revolución Francesa el que mejor ilustra acerca del contenido
de hecho que afectó radicalmente a las bases sociales, económicas, políticas e
ideológicas. Presidido por la declaración‑programa Libertad, Igualdad, Fraternidad, el desarrollo de esta revolución
iba a probar, tras la liquidación de los “justos” de Babeuf y de la Convención,
que Directorio, Consulado e Imperio no serían sino las diferentes fases de la
revolución girondina, que, en último término, convirtiendo en pura forma
aquella pomposa declaración‑programa inicial, iba a plasmar una revolución jurídica,
en la que se fijarían las bases inquebrantables de la propiedad privada, y se
transmutaría el papel social del súbdito, al que ahora se le da el nombre de ‘ciudadano’
y al que se declara sujeto de derechos, sujeto, por supuesto, teórico, ya que,
partiendo de la declaración de igualdad ante la ley de todos los convivientes,
se orilla la crucial cuestión de la diferencia entre derecho en abstracto y su posibilidad
de facto. Se inaugura, pues, así la democracia, cuyo somero análisis debe empezar
por considerar el contenido de los términos démos (pueblo) y krátos (poder)
así como su referencia a la gente en general.
‘Pueblo’ no son
exactamente ‘todos’, porque, si no, ¿qué significarían clases populares?, pero sí son todos
los que no tienen poder, todos los que viven enterrados por el anonimato,
si se excluye el reconocimiento de los “buenos días tenga usted” del vecino, o
el “me cago en tus muertos” de la partida de tute. Los que viven en una
comunicación limitada, cercados por la miseria de sí mismos, por la miseria de
la que apenas les salva la corta plática con el amigo. Saben porque la vida
enseña, pero se trata de una sabiduría inconscientemente acumulada a través de
milenios de opresión y sufrimiento. Por esto, junto a esa sabiduría,
transparece también esa su debilidad que les hace ser portadores de los
invalores ideológicos, de todos los datos de la falsa conciencia, en la que el
opresor trata de mantenerlos desorientados. Son artífices inconscientes del
lenguaje, pero, considerados individualmente, funcionan como formas sucintas de
expresión y disponen de un léxico comparativamente muy breve. Son los que
aceptan el esfuerzo del trabajo lo mismo que el respirar, como si se tratase de
otra función necesaria cualquiera. La costumbre, impuesta por las circunstancias,
les hace tender más a contemplar que a actuar; vienen siendo, así, más pasivos
que activos, y son, en esta condición, constantemente manipulables desde su
menesterosidad. Son conscientes de su inferioridad y están atravesados de un
sentimiento de impotencia por lo que dan fácil cabida al fatalismo. Son los
que, en régimen democrático, conforman el estanque donde hay que ir a pescar
votos contra promesas, el estanque donde se vende el voto a cualquier forma de
esperanza ilusa, el estanque de los que viven desunidos, atomizados, y que sólo
proceden a concurrencias gregarias ante la llamada del espectáculo, en el que
se puedan convertir en cierto tipo de actores desde fuera, como, por ejemplo,
en jueces, premiadores o verdugos que hacen espectáculo del tormento o ajusticiamiento
en el rollo, más que nada como cauce de salida de un cúmulo de bilis almacenada
a lo largo de una vida constreñida, y como cauce también de una energía
retenida, embebida en una soterrada esperanza de liberación. Son, en fin,
aquellos a los que no se puede constituir en mito de la suma de las excelencias,
pues si lo fueran, siendo además el estamento social más numeroso en términos
absolutos, no podría comprenderse que la historia del mundo fuera una
permanente sucesión de crímenes, opresiones e infamias. Son, en suma, los que
padecen la historia más que la hacen, o la hacen a largo plazo con un ritmo
desesperadamente imperceptible en términos de actualidad, pero son los únicos,
sin embargo, que tienen en sí la fuerza potencial de transformar el mundo,
cuando aparece en ellos la capacidad de resistirse y sobreponerse a todas o a
muchas de las carencias enumeradas.
En estas
circunstancias, de hecho, es obvio que el pueblo no tiene el poder, y, si no lo
tiene, ¿cómo podría conferirlo y mucho menos ejercerlo? La
“otorgación” popular del poder, con base en el sufragio universal, es una
falacia, un espejismo formal o un formalismo ritual que ha venido a sustituir
los ritos y protocolos del antiguo régimen. El poder es autónomo, y descansa de
hecho en instituciones heredadas, como la propiedad, el ejército, la policía,
la iglesia... Este poder de hecho “acepta” un marco “conveniente”, se entiende,
conveniente a sus intereses, más allá del cual no es posible el juego
democrático, y, en cualquier caso, “la razón de Estado” es, en último término,
el signo mágico para la conculcación de cualquiera de los derechos, cuyo
ejercicio pueda poner a aquél en cuestión. Dentro de la gran estructura del
poder, hay, naturalmente, grados y subestructuras, hay macropoderes y micropoderes
y hay una dialéctica conjunta de unos y otros, de aquellos que, curiosa y significativamente,
son denominados con la metáfora, quizá más dicente de lo que pretende, de “fuerzas
vivas”. Los poderes, legislativo, ejecutivo, judicial, el poder de los medios
de comunicación, sirven al sistema del que emanan, que es el sistema de la propiedad,
y poder, en el sistema de la propiedad, es cualquier forma del poseer: fuerza
económica, ideológica, militar, organización, sistema, ciencia y técnica,
autoridad reconocida, todo ello en el entramado de valores definidos y emanados
de las fuerzas dominantes... Nada de esto es cosa del pueblo, como no sea
su internalización, es decir, la asunción fatalista de que es algo con lo que
necesariamente tiene que pechar.
Así las cosas,
queda manifiesta la relatividad y hasta la falsedad de todos los postulados
democráticos, por los que se constituye a los ciudadanos en sujetos de derecho.
De poco sirve definir al Estado como ‘sustancia social en tanto que es compenetración
de lo sustancial (o esencia general) y lo particular, implicando que mi
obligación ante lo sustancial o esencia general es, al mismo tiempo, la vigencia
de mi libertad particular, es decir, que, en el Estado, el deber y el derecho están
unidos en una sola y misma relación’, como hace Hegel en el párrafo 261
de sus Líneas fundamentales de la Filosofía del Derecho. De poco sirve
la igualdad ante la ley si hay leyes diferentes para diferentes ciudadanos, leyes
para obreros y leyes para empresarios, leyes para propietarios y leyes para desposeídos,
leyes para los poderosos y leyes para los sometidos. Se puede tener derecho a
expresarse, pero la Prensa está controlada por intereses y directrices. Pueden
los medios combatirse entre sí, pero cierran filas frente a lo que deciden
estimar y definir como enemigo común. Se dispone del derecho a defenderse ante
los tribunales, pero los juicios son enormemente caros, la justicia gratuita es
pura formalidad, y los jueces arrastran, unos, condicionamientos de clase, y
otros están sometidos a fortísimas presiones derivadas de los poderes efectivos.
Se tiene el derecho de educación, pero la educación no es gratuita más que en el
grado inferior, y no del todo; sólo un pequeño porcentaje de las personas desposeídas
puede acceder a la enseñanza superior. Se dispone, naturalmente, del derecho a
trabajar, pero no hay trabajo, y el que hay está al arbitrio, en fondo y forma,
de la Patronal, mediando una legislación hecha a su medida. Tienes derecho a
hacer sindicatos, pero, aunque te atengas a la Constitución, máxima carta
jurídica nacional, y a las normas internacionales de la OIT, tus sindicatos no serán
reconocidos por los Patronos si no te atienes a unas normas confeccionadas en
su beneficio, porque en toda ley hay una letra pequeña que reduce el derecho a
pura formalidad... y no estamos aquí todavía hablando de guetos sociales ni de bolsas
de discriminación, estamos hablando del pueblo liso y laso. No se dan condiciones,
o se dan muy relativamente, para la plasmación de la justicia, y ésta es
condición indispensable de la libertad de hecho...
De poco sirve el
espectáculo cuatrianual de las urnas como ficticia imagen de participación. Sin
control permanente del representante no hay representación, la cual subyace, en
verdad, sólo desde un mandato imperativo, y éste es justamente el vedado por la
Constitución, lo que convierte a la democracia, sustancialmente, en el juego de
los políticos, y sólo de manera ocasional, limitada, indirecta y derivada
surgen porciones de bienestar relativo en comparación con los siempre
rechazables regímenes abiertamente autoritarios.
La conclusión de
todo esto es que la democracia resiste bien la comparación con cualquier otro
de los regímenes históricos. Con el único con el que no resiste comparación es
consigo misma. Es en esta última comparación, donde la democracia se muestra
vacía de contenido “democrático”, tremendamente débil para con sus sujetos
referenciales, y por ello, aunque relativamente aceptable, menesterosa en
términos absolutos de una transformación cualitativa.