sábado, 4 de abril de 2020

19. A mis sombras


A mis sombras
y a todos aquellos que, sin cambiar de lugar, de pronto, descubrieron que estaban solos.
Escribo este texto a rebufo del ajetreo del dinero fácil en una España que se preparaba para las grandes celebraciones del 92.
Los nuevos mecánicos de los engranajes del Estado se aplicaban en la estrategia que el marxista heterodoxo, Walter Benjamin, define como propia de la socialdemocracia: señalaron con el dedo un futuro prometedor para que se olvidase la sangre derramada en el pasado; la injusticia original que, medio siglo antes, les había arrebatado la legitimidad a quienes la ostentaban. El pacto que se les propuso a los españoles, bajo el razonable argumento de cambiar pasado por futuro, fue un cambio de ideología por bienestar: es decir, un trueque de verdad por dinero.

De hecho, quienes proponían esa transacción eran jóvenes que exhibían sus credenciales antifranquistas, reales o contrahechas. Algunos, pocos, procedían del bando de los vencidos, y promovieron el pacto porque temían que la revisión del pasado pusiera en peligro el frágil soporte de poder en el que acababan de encaramarse (temían los coletazos del viejo régimen: la intervención de lo que llamaron poderes fácticos). Aunque buena parte de quienes habían ocupado la élite en el antifranquismo y en el aparato del nuevo Estado eran hijos de los vencedores; para ellos hacer arqueología suponía sacar a la luz el ventajismo con el que habían alcanzado su posición, y dejar al descubierto el artificio que les permitía la continuidad en la cadena de riqueza y mando sin efectuar ni acto de contrición ni penitencia.
No puedo hablar sin hablar de cómo fueron aquellos años en que banqueros y millonarios se convirtieron en héroes populares. No sólo porque no hay nada que no tenga fecha y no sea fruta de su tiempo, sino porque, además, escribo precisamente como un antídoto frente a los nuevos virus que, de repente, nos han infectado: codicia y desmemoria. O, por ser más preciso ‑en la medida en que un texto seguramente no es antídoto de nada, no salva de nada‑, digamos que escribo con el afán de almacenar en algún lugar briznas de esa energía del pasado que desactivan, para guardar trazas de la página de historia que arrancan, o para salvar la parte de mí mismo que naufraga en ese confuso vórtice. A la gente, cuando tantas cosas se han venido abajo, le toca juzgar si aún tiene vigor lo que escribo.
Quiero que mis palabras sean algo así como una pila voltaica. Busco condensar las heridas que dejó la guerra, las traiciones, los cambios de bando, la ilegitimidad de la riqueza acumulada durante todos aquellos años, pero también el sufrimiento, la lucha por la dignidad de los vencidos. La ilegalidad. Sobre todo, quiero dejar constancia de eso: de la tremenda ilegalidad sobre la que se asienta todo cuanto están construyendo.
Hablo de una generación: la perdedora de la guerra, que no perdona que sus hijos, mis coetáneos, animados por la codicia, se hayan alineado con quienes los traicionaron. Pero también de aquellos hombres que, poco escrupulosos, enriquecidos en la posguerra y en cuyas palabras descubrimos una buena dosis de doblez, se sienten traicionados por sus hijos: éstos los desprecian porque tienen las manos manchadas, cuando aquéllos saben que, al ensuciárselas, les ha comprado la inocencia. También son coetáneos míos esos individuos resbaladizos, hijos del viejo régimen, que condenan al cazador pero no dudan en participar en el banquete en que se sirven las piezas capturadas.
He dicho que escribo esto como quien fabrica una pila voltaica para dejarla a disposición de la gente, aunque me parece que lo escribo, sobre todo, por egoísmo: para salvarme, para sacar la cabeza fuera de aquel remolino. Lo escribo porque no encuentro mi lugar en el nuevo mundo que nos estaban naciendo, porque braceo en vano sumido en un chupadero de frívola voracidad y desmemoria: por aquellos días en los que los ideales se invirtieron bruscamente, tengo la impresión de que no sabía quién era yo, ni en qué se habían convertido los demás. Escribo este díptico para volver a encontrarme, porque tengo mucho miedo de hacerme daño, o de que me hagan daño, o de hacer daño. Lo escribo por la misma razón por la que he seguido escribiendo durante más de treinta años. Escribo, por decirlo así, con esa apreciación de Lukács, un marxista ortodoxo, de que «el cielo estrellado de Kant no brilla ya más que en la noche oscura del conocimiento, y no alumbra ya los senderos de los caminantes solitarios: que en el Nuevo Mundo ser hombre quiere decir ser solitario. Y la luz interior no da evidencia de seguridad, o apariencia de ella, más que al paso siguiente. No irradia de los acaeceres y su intrincación sin alma».





miércoles, 1 de abril de 2020

18. Dónde se fraguó el verbo 'existir'



El verbo ‘existir’ se inventó, no hace tantos siglos; se inventó hace unos once o doce siglos, en las escuelas del Viejo Dios, en las escuelas de Teología, se inventó precisamente para Dios, no para otra cosa. Hacía falta un verbo que tuviera la bastante potencia de engaño para sostener el imperio del Señor que entonces hacía falta. Se inventó un verbo que, de una manera típicamente ambigua, quisiera decir ser el que se es, ser según lo que es; y por otro lado quisiera decir que lo había de eso, que estaba aquí presente. Las lenguas corrientes, la lengua de verdad, la lengua que no es de nadie, la lengua no conoce tal cosa, como ese trampantojo del existir. En lenguaje corriente se dice hay: hay agua, hay pan, o no hay agua, no hay pan.
Cuando el ateísmo toma una voz relativamente popular, jamás se le ocurrirá la estupidez de decir: Dios no existe. Una estupidez que va contra el hecho mismo de que Dios es precisamente el que existe. El pueblo desde abajo lo más que hará será aventar, como tantas veces ha aventado: ¡no hay Dios! ¡no hay Dios!, empleando el lenguaje corriente; pero si os dejáis coger por el existir estáis perdidos porque el verbo se inventó precisamente para Dios y para sostener el Poder de Dios; el verbo por desgracia ‑esa es nuestra desgracia‑ aunque partía de las escuelas y de la Teología, en todas las lenguas de Europa se ha generalizado mucho, se ha hecho, no diré tanto como popular, pero usual; se oye a cada paso, especialmente por labios de gente más o menos pedante, como en el caso extremo de aquel locutor al que una vez oí decir: «Mañana existirán algunos nublados...»
Decir que ‘existe’ es no decir nada, pero esa es la virtud precisamente de ese verbo, porque cuando se dice: «hay Dios» o «no hay Dios», Dios está en el decirlo, pero cuando se dice «Dios existe» o «Dios no existe», Dios se queda fuera y parece que con el verbo se está diciendo de él algo, como si se dijera: «es alto, es bajo, tiene barbas, es viejo, es joven», no se dice nada. Cuando se dice «Dios existe», no se dice nada, porque Dios ha quedado ya puesto en la primera parte de la frase (como Sujeto) y la segunda (donde el predicado es el verbo mismo) es un vacío que se añade, pero este vacío, este es el poderoso, este es el confirmador, este es el que da la impresión de que eso de decir ‘existe’ o ‘no existe’ es decir algo, precisamente cuando no se está diciendo nada.
¿Cómo Dios no va a existir si no tiene otra cosa que hacer?
Anoto incidentalmente que en el punto en que aparece la cuestión del uso no copulativo de la cópula en las lenguas indoeuropeas, el uso, por decirlo brevemente, de έστі copulativo, con la función de ‘es’, como εστі, con la función de ‘hay’. Obsérvese que la reducción de ambas funciones a una exige pensar en un mero signo de predicación, usado en una doble condición sintáctica (y prosódica), para Predicación simple y para Predicación compleja; que nuestras lenguas han ido continuamente generando índices del tipo hay que eliminan la apariencia bimembre de la predicación; y sólo en contra aparece en el lenguaje escolástico y teológico‑pedagógico un verbo como ‘existe’.
Este verbo ‘existe’, impuesto como cultismo a todas nuestras lenguas desde el lenguaje de la Escuela, que pretende presentar el índice de predicación (unimembre) como un Predicado, que de por sí dice algo, tiene su Sujeto correspondiente en aquel nombre, propiamente único, que en nuestras lenguas pretendía confundir en su significación la de nombre común y la de nombre propio, el momento de deixis y anáfora con el de la significación: históricamente, en efecto, cabe concebir Dios como una síntesis de Ζεύς y θεός. Pero nótese que jamás el ateísmo popular ha pronunciado fórmula de tan íntima pedantería como
a) Dios no existe,
sino que lo que dice el ateísmo popular es solamente
a’) No hay Dios.