miércoles, 26 de febrero de 2020

07, Las dos caras de la democracia: Poder y Pueblo



A la memoria del profesor José Luis García Rúa, asturiano de pro, que vivió el destierro en Granada, en agradecimiento por todo lo que me enseñó.

  1. En el año 399 a. C., un régimen democrático obligó a Sócrates, acusado de «no reconocer a los dioses de la ciudad, introducir nuevas divinidades y corromper a la juventud», a inmolarse bebiendo cicuta. Del hecho derivará el odio de Platón a la democracia, arguyendo que no podía ser bueno un régimen político que da muerte al mejor hombre de la ciudad. Pero el recelo ante la democracia era, sin embargo, en el círculo socrático ya anterior a la muerte de Sócrates. La postura antipolítica de éste, su inclinación a una forma comunista de ver los problemas comunitarios, y la prioridad formativa de la mente y del carácter que imprimía a sus tareas por encima de la política ‑asumida, sin embargo, por los sofistas de la primera época‑, constituyen de alguna forma el sustrato del que Platón iba a partir. La matematicidad platónica y su proclividad a comprender geométricamente la justicia serían también factores decisivos en la configuración de su discurso político.

  Después de la fundación de la Academia en el 387 a. C., un año después de haber sido vendido como esclavo por Dionisio I de Siracusa tras su fracaso político ante éste, Platón, que camina ya hacia la madurez, encontrará reforzadas las razones que le habían de conducir a la profundización de su discurso político y a su sistematización more geometrico: si el modelo político es para la comunidad de los hombres, y si la naturaleza del hombre es general, lo correcto es conformar un discurso general y abstracto universalmente aplicable. Se haría dejación de las diferencias de regímenes políticos y pueblos concretos para tener sólo en cuenta diferencias de tipo general dadas en todos los pueblos, tales como la diferencia cualitativa de capacidad entre los humanos, diferencias a las que se les daría una formulación teórica acorde con el principio socrático «que cada cual haga su tarea», para deducir de ello un principio de división del trabajo social según naturaleza. Partiendo de este principio metódico, que valora sobre todo la eficacia en la concreción de lo propuesto, y teniendo a la tarea política como un medio inexcusable para salir de la caverna y regresar a la misma positivamente transformado, parece propio, aparte otras muchas razones en el discurso general platónico, concebir geométricamente la justicia como ausencia de intereses particulares que puedan entorpecer, oponerse o pisotear intereses ajenos. De aquí la exaltación del bien común como bien fundamental y hasta el único verdadero al que debe contribuir alícuotamente cada esfuerzo particular, entendiendo que el bien del todo constituye el bien de las partes.

  Tal será el pensamiento de Platón en La República, que incluirá tácitamente en esta construcción su juicio negativo de la democracia: la injusticia nace de un sistema actuado por el interés personal, un sistema definido por una comunidad atravesada de actos no comunitarios. Dentro del sistema de la injusticia, el régimen político es bastante indiferente, y, dentro de la relatividad de su indiferencia, se pone de relieve que, si el mal nace de la «particularidad» de los actos en pos de intereses privados, el peor régimen será aquél en el que más se faciliten tal tipo de actos, a saber, la democracia.

  En el Platón que va camino de la vejez, o que se mueve ya en ella, se da una evolución del pensamiento político. Esto es lo que se constata en las otras dos obras que tratan del tema, El Político y Leyes, así como en el Epínomis. Pierde ahora tono, sin llegar a desaparecer ni mucho menos, el mos geometricus del pensamiento platónico: los hombres no son entes matemáticos, no se les puede tratar como cantidades iguales; la política no es una ciencia exacta; no basta con definir los regímenes, hay que explicar las condiciones de su génesis; el pasado tiene un peso que actúa en el presente; no se puede dejar de contar con la economía; el carácter no exacto de la política pone en valor la constitución mixta (autoridad personal y libertad); la tendencia a la felicidad está en la naturaleza humana; se debe buscar la justa medida que dé el equilibrio entre el placer y la pena; el ideal debe mantenerse junto a la contemplación de las circunstancias; a pesar de la insuficiencia de las leyes, éstas deben ser seguidas, e incluso se acentúa que lo que debe imperar es la ley impersonal. Estas dos últimas cuestiones son de la máxima importancia, pues son los condicionantes para que Platón pueda ahora dar estatuto de validez a la democracia.

  La experiencia política de Platón, antes y después de La República, había sido una experiencia abstracta, de laboratorio intelectual, y no podía por menos de estrellarse contra la tesitura rastreramente fáctica de los Dionisios siracusanos. Los resultados de las tres incursiones llevadas a cabo por Platón en este terreno no pudieron dejar de influir de alguna manera en la evolución del pensamiento político platónico, y de actuar como sumando en la evolución general del pensamiento del discípulo de Sócrates. Esa desviación correctiva en este campo, sólo podía darse con la admisión de datos empçiricos en el discurso: el proyecto político es para la comunidad y la comunidad tiene una historia y unos determinantes sobre los que el modelo debe sobreponerse, después de valorarlos positiva o negativamente y de ver cómo las partes del discurso modélico se engarzan en las contingencias comunitarias para transformarlas, y hacer variar con esta transformación el sentido del conjunto.

  Es en esas circunstancias en las que Platón revisa hipotéticamente y en sentido positivo su concepto de la democracia. Esta nueva valoración era, sin duda, consecuencia de la necesidad de admitir los condicionantes históricos, económicos, sociales, ideológicos y psicológicos como elementos actuantes en las sociedades concretas, y, como corolario de esa admisión, la aceptación de que, asumidas ciertas necesidades individuales (felicidad, propiedad, libertad...) en modo contenido y limitado por el bien comunitario, el mayor potencial de libertad y espontaneidad de relaciones interpersonales en democracia, incorporadas al bien comunitario, no podrían dejar de enriquecer el conjunto en bien de todos y cada uno de los miembros de la comunidad, y de la comunidad misma como entidad más cercana a la idea genérica de comunidad y bien.

  También en Aristóteles, decidido partidario de la oligarquía, se admitía que la democracia, «el menos bueno de los regímenes buenos, y el menos malo de los malos», podría representar, en determinadas condiciones, una cierta superioridad por darse en el pueblo una suma de prudencia que haría más verosímil el acierto, y, a sensu contrario, una mayor dificultad para la corrupción, en razón del mayor número de individuos a corromper, así como se valoraba el hecho de que la identidad entre el Estado y el pueblo, como administrador del Estado y a la vez destinatario de esa administración, haría más certeras las decisiones que se tomasen encaminadas a detectar y satisfacer necesidades populares, ya que nadie mejor que el pueblo conoce sus propias necesidades.

  Sin embargo, el hándicap, insalvable por la democracia, para Aristóteles era la ineducación del pueblo como sujeto del Estado, habida cuenta de que, para el estagirita, la educación no era la condición, sino la consecuencia de un Estado bien gobernado: de una situación de ignorancia, impreparación y falta de sensibilidad por falta de cultura no podrían derivarse medidas sabias y prudentes en el gobierno del Estado, antes bien, esa falta de madurez en el pueblo, sujeto de derechos sumos en el Estado, lo convertiría en fácil presa de demagogos y aventureros interesados, que obtendrían de los ciudadanos patentes de gobierno en beneficio propio, y, por supuesto, en detrimento de la comunidad. Tarea, pues, trascendental y prioritaria para Aristóteles: la educación del pueblo desde la oligarquía, ya que el pueblo, inculto él mismo, no puede darse a sí mismo cultivo.

  Nos hemos detenido en estos excursos previos con la intención de demostrar que, ya desde las primeras ejemplificaciones históricas de la democracia, en el instante mismo de su aparición en la historia, se advierte, tanto en el terreno práctico como en el teórico, una valoración ambivalente de la misma, en el sentido positivo y en el negativo, cuestión que afecta respectivamente a una aceptación y a un rechazo relativos de tal sistema de gobierno por parte de determinados espíritus críticos, positivamente interesados en la cosa pública.

  2. Sobre la ambivalencia de la democracia son también muy ilustrativas las lecciones que nos transmite la antigua Roma republicana, donde la legendaria tradición de sabiduría y prudencia del rey Numa no fue suficiente para mantener la institución, ni para contener la furia popular, que, desatada contra las igualmente legendarias circunstancias de Tarquinio el Soberbio, abocó a la histórica revolución del 510 a.C., como inauguración del régimen democrático que habría de regir los destinos de Roma hasta el siglo I. Desde entonces, será secular en estas tierras el odio a la figura del rex, y la prevención contra toda forma de poder personal. Será Polibio, un historiador griego afincado en el círculo de los Escipiones, quien haga el panegírico de la constitución romana como arquitectura maestra de control del poder personal. La institución consular está sabiamente pensada para ese cometido: son siempre simultáneamente dos los cónsules, con igual poder y capacidad, para derivar de ello equilibrio y limitación. Anual es la duración de su cargo, pues el tiempo es un factor fundamental en la consolidación y acumulación de poder. Esta institución cala tan hondo en la vida del pueblo romano que la marcha del decurso histórico se mide y computa por la sucesión de cónsules (consulibus... «siendo cónsules...»). El carácter excepcional y limitado de la dictadura en la República romana, y el hecho de que los generales de regreso de expediciones debieran abandonar la capa roja, símbolo de su mando, para entrar en la ciudad como simples civiles, hablan también claro de ese temor romano al poder personal…

  En este clima , se daba un cauce idóneo para el desarrollo del genio jurídico romano que se anuncia tempranamente ya con la Ley de las Doce Tablas. Ius y Libertas son allí dos conceptos incuestionables, pero en el entendimiento del derecho como el suum cuique tribuere, «dar a cada uno lo suyo», el quid de la cuestión para calibrar el grado de formalización de los términos giraba en tono al suum. El problema se planteaba así: ¿cómo definir ‘lo suyo’ de cada cual, no tanto para que pueda ser exigido desde el sujeto como para que le pueda ser otorgado por el entramado institucional? En un ambiente en el que el sentido del orden jurídico no tolera que haya ningún bien sin propietario concreto, ‘lo suyo’ de cada uno viene definido a priori por el orden social, de forma que ‘lo suyo’ de la plebe y de la aristocracia no son dos “suyo” recíprocamente intercambiables. La misma formulación cuasi sagrada, que actuó frecuentemente como ultima ratio, la fórmula Senatus populusque romanus, es claramente indicativa de que, en la presunta unidad activa del Estado romano, está incluida una dualidad insalvable, el Senado, por un lado, y el pueblo, por otro.

  Del carácter formal de esta democracia ilustra con claridad la institución de tribuno del pueblo, destinado a ser en el seno del Estado el valedor de una de las partes de esa dualidad reconocida. Sin embargo, el hecho de que ese cargo constituyera una etapa en el cursus honorum (perfectamente traducible por “carrera política”), delimitaba de antemano la capacidad de esa defensa popular, que, por otro lado, cuando intentaba, dentro del derecho, saltarse lo establecido en el sistema institucional, estaba destinada fatalmente al fracaso, como se probó claramente en el siglo II a.C. en el caso de los Gracos y la “cuestión agraria”. La arenga que Catilina, degradado por la historia oficial romana, lanza a sus compañeros de revuelta antes de la batalla que será su destrucción definitiva, es un dechado de claridad respecto al carácter formal y hasta hipócrita de esta democracia, hasta el punto de que es difícil no ver en el relato de la conjuración que hace Cayo Salustio, y a pesar de la intención negativa y crítica del hecho por parte del autor, una suerte de reconocimiento de la veracidad crítica y sangrante que envuelve la mencionada arenga.

  3. Tras la instalación del régimen cesarista imperial en Roma, y tras la ruptura del Estado con la implantación del régimen aristocrático‑feudal que sigue a las invasiones bárbaras, el primer ejemplo de convivencia democrática aparece con el régimen de concejo municipal abierto que sobreviene como consecuencia de la necesidad que tiene el rey de apoyarse en ciudades y municipios en su lucha por someter la dispersión nobiliar. Dentro de las limitaciones impuestas por su inclusión en el sistema feudal y por su dependencia del rey, pero a la vez beneficiando de una más amplia libertad que éste se veía forzado a otorgarles, fueron estas democracias municipales, no sólo un único ejemplo de democracia en el medievo, sino también un primer ejemplo de convivencia comunitaria abierta a la democracia directa, en razón de su toma de decisiones por el común concejil, y en razón también de su superación de la estructura de la propiedad privada de las tierras, que conllevaba la explotación comunitaria de las mismas. Claro que la duración de estos ejemplos positivos estuvo condicionada a la necesidad que el rey tuvo de apoyarse en ciudades y municipios para someter a la nobleza. Una vez sometida ésta y convertida en nobleza cortesana, ya desaparecida aquella necesidad, el rey somete también a los municipios que entran ahora en decadencia instantánea.

  Toda la evolución política, ya desde la Baja Edad Media, camina en la dirección de la construcción del Estado. Se tardará más o menos en llegar a ella, según las circunstancias de cada nación, pero esa es la dirección y el sentido. Se pueden distinguir en esa marcha cuatro etapas: la de las luchas por el sometimiento de la autonomía nobiliar, la etapa del régimen de Principado, la etapa de la culminación de la reconversión de la aristocracia en nobleza cortesana y consolidación de las monarquías absolutas, y, finalmente, la etapa de superación del Estado aristocrático‑feudal por las revoluciones burguesas, acompañadas de sus avatares de restauraciones, evoluciones internas y cambios de signo del Estado. Concurren en estos movimientos factores muy diversos de índole económica, social, política e ideológica entrañados en la ascensión imparable de la burguesía desde el siglo XIII, en la concentración en Europa de los recursos de cuatro continentes, en los movimientos bélicos y diplomáticos (familiaridad de las casas reales) internaciones, y en toda la teorización política que va desde Maquiavelo a Montesquieu, pasando por Bodin, Altusio, Hobbes y Locke, por citar sólo algunos de los nombres que hicieron en este campo propuestas críticas, o por Moro y Campanella, entre los que hicieron propuestas indirectas de carácter utópico. Salvo la teorización de Rousseau, primera forma de discurso que cuestiona al Estado y que diferencia, a efectos de interés político, Estado y Sociedad, en tanto que estructuras ‑discurso que, en su forma antiestatalista, será continuado en el siglo XIX de hecho por el anarquismo y de manera formal por el marxismo‑, todas las demás teorizaciones, exceptuadas las de carácter utópico, son constructos de Estado, que, en el área anglofrancesa, se detienen en las motivaciones sociológicas y en los esquemas técnico‑políticos, y, en el área alemana, habrán de recibir con Hegel el discurso más fundamentado y completo en el orden filosófico y abstracto.

  4. Fueron las revoluciones burguesas las que alumbraron el concepto y la práctica moderna de democracia, desarrollada sobre la base del concepto de ‘soberanía nacional’, bajo el cual se liquidaba definitivamente el antiguo régimen. Y, entre ellas, es el desarrollo de la Revolución Francesa el que mejor ilustra acerca del contenido de hecho que afectó radicalmente a las bases sociales, económicas, políticas e ideológicas. Presidido por la declaración‑programa Libertad, Igualdad, Fraternidad, el desarrollo de esta revolución iba a probar, tras la liquidación de los “justos” de Babeuf y de la Convención, que Directorio, Consulado e Imperio no serían sino las diferentes fases de la revolución girondina, que, en último término, convirtiendo en pura forma aquella pomposa declaración‑programa inicial, iba a plasmar una revolución jurídica, en la que se fijarían las bases inquebrantables de la propiedad privada, y se transmutaría el papel social del súbdito, al que ahora se le da el nombre de ‘ciudadano’ y al que se declara sujeto de derechos, sujeto, por supuesto, teórico, ya que, partiendo de la declaración de igualdad ante la ley de todos los convivientes, se orilla la crucial cuestión de la diferencia entre derecho en abstracto y su posibilidad de facto. Se inaugura, pues, así la democracia, cuyo somero análisis debe empezar por considerar el contenido de los términos démos (pueblo) y krátos (poder) así como su referencia a la gente en general.

  ‘Pueblo’ no son exactamente ‘todos’, porque, si no, ¿qué significarían clases populares?, pero sí son todos los que no tienen poder, todos los que viven enterrados por el anonimato, si se excluye el reconocimiento de los “buenos días tenga usted” del vecino, o el “me cago en tus muertos” de la partida de tute. Los que viven en una comunicación limitada, cercados por la miseria de sí mismos, por la miseria de la que apenas les salva la corta plática con el amigo. Saben porque la vida enseña, pero se trata de una sabiduría inconscientemente acumulada a través de milenios de opresión y sufrimiento. Por esto, junto a esa sabiduría, transparece también esa su debilidad que les hace ser portadores de los invalores ideológicos, de todos los datos de la falsa conciencia, en la que el opresor trata de mantenerlos desorientados. Son artífices inconscientes del lenguaje, pero, considerados individualmente, funcionan como formas sucintas de expresión y disponen de un léxico comparativamente muy breve. Son los que aceptan el esfuerzo del trabajo lo mismo que el respirar, como si se tratase de otra función necesaria cualquiera. La costumbre, impuesta por las circunstancias, les hace tender más a contemplar que a actuar; vienen siendo, así, más pasivos que activos, y son, en esta condición, constantemente manipulables desde su menesterosidad. Son conscientes de su inferioridad y están atravesados de un sentimiento de impotencia por lo que dan fácil cabida al fatalismo. Son los que, en régimen democrático, conforman el estanque donde hay que ir a pescar votos contra promesas, el estanque donde se vende el voto a cualquier forma de esperanza ilusa, el estanque de los que viven desunidos, atomizados, y que sólo proceden a concurrencias gregarias ante la llamada del espectáculo, en el que se puedan convertir en cierto tipo de actores desde fuera, como, por ejemplo, en jueces, premiadores o verdugos que hacen espectáculo del tormento o ajusticiamiento en el rollo, más que nada como cauce de salida de un cúmulo de bilis almacenada a lo largo de una vida constreñida, y como cauce también de una energía retenida, embebida en una soterrada esperanza de liberación. Son, en fin, aquellos a los que no se puede constituir en mito de la suma de las excelencias, pues si lo fueran, siendo además el estamento social más numeroso en términos absolutos, no podría comprenderse que la historia del mundo fuera una permanente sucesión de crímenes, opresiones e infamias. Son, en suma, los que padecen la historia más que la hacen, o la hacen a largo plazo con un ritmo desesperadamente imperceptible en términos de actualidad, pero son los únicos, sin embargo, que tienen en sí la fuerza potencial de transformar el mundo, cuando aparece en ellos la capacidad de resistirse y sobreponerse a todas o a muchas de las carencias enumeradas.

  En estas circunstancias, de hecho, es obvio que el pueblo no tiene el poder, y, si no lo tiene, ¿cómo podría conferirlo y mucho menos ejercerlo? La “otorgación” popular del poder, con base en el sufragio universal, es una falacia, un espejismo formal o un formalismo ritual que ha venido a sustituir los ritos y protocolos del antiguo régimen. El poder es autónomo, y descansa de hecho en instituciones heredadas, como la propiedad, el ejército, la policía, la iglesia... Este poder de hecho “acepta” un marco “conveniente”, se entiende, conveniente a sus intereses, más allá del cual no es posible el juego democrático, y, en cualquier caso, “la razón de Estado” es, en último término, el signo mágico para la conculcación de cualquiera de los derechos, cuyo ejercicio pueda poner a aquél en cuestión. Dentro de la gran estructura del poder, hay, naturalmente, grados y subestructuras, hay macropoderes y micropoderes y hay una dialéctica conjunta de unos y otros, de aquellos que, curiosa y significativamente, son denominados con la metáfora, quizá más dicente de lo que pretende, de “fuerzas vivas”. Los poderes, legislativo, ejecutivo, judicial, el poder de los medios de comunicación, sirven al sistema del que emanan, que es el sistema de la propiedad, y poder, en el sistema de la propiedad, es cualquier forma del poseer: fuerza económica, ideológica, militar, organización, sistema, ciencia y técnica, autoridad reconocida, todo ello en el entramado de valores definidos y emanados de las fuerzas dominantes... Nada de esto es cosa del pueblo, como no sea su internalización, es decir, la asunción fatalista de que es algo con lo que necesariamente tiene que pechar.

  Así las cosas, queda manifiesta la relatividad y hasta la falsedad de todos los postulados democráticos, por los que se constituye a los ciudadanos en sujetos de derecho. De poco sirve definir al Estado como ‘sustancia social en tanto que es compenetración de lo sustancial (o esencia general) y lo particular, implicando que mi obligación ante lo sustancial o esencia general es, al mismo tiempo, la vigencia de mi libertad particular, es decir, que, en el Estado, el deber y el derecho están unidos en una sola y misma relación’, como hace Hegel en el párrafo 261 de sus Líneas fundamentales de la Filosofía del Derecho. De poco sirve la igualdad ante la ley si hay leyes diferentes para diferentes ciudadanos, leyes para obreros y leyes para empresarios, leyes para propietarios y leyes para desposeídos, leyes para los poderosos y leyes para los sometidos. Se puede tener derecho a expresarse, pero la Prensa está controlada por intereses y directrices. Pueden los medios combatirse entre sí, pero cierran filas frente a lo que deciden estimar y definir como enemigo común. Se dispone del derecho a defenderse ante los tribunales, pero los juicios son enormemente caros, la justicia gratuita es pura formalidad, y los jueces arrastran, unos, condicionamientos de clase, y otros están sometidos a fortísimas presiones derivadas de los poderes efectivos. Se tiene el derecho de educación, pero la educación no es gratuita más que en el grado inferior, y no del todo; sólo un pequeño porcentaje de las personas desposeídas puede acceder a la enseñanza superior. Se dispone, naturalmente, del derecho a trabajar, pero no hay trabajo, y el que hay está al arbitrio, en fondo y forma, de la Patronal, mediando una legislación hecha a su medida. Tienes derecho a hacer sindicatos, pero, aunque te atengas a la Constitución, máxima carta jurídica nacional, y a las normas internacionales de la OIT, tus sindicatos no serán reconocidos por los Patronos si no te atienes a unas normas confeccionadas en su beneficio, porque en toda ley hay una letra pequeña que reduce el derecho a pura formalidad... y no estamos aquí todavía hablando de guetos sociales ni de bolsas de discriminación, estamos hablando del pueblo liso y laso. No se dan condiciones, o se dan muy relativamente, para la plasmación de la justicia, y ésta es condición indispensable de la libertad de hecho...

  De poco sirve el espectáculo cuatrianual de las urnas como ficticia imagen de participación. Sin control permanente del representante no hay representación, la cual subyace, en verdad, sólo desde un mandato imperativo, y éste es justamente el vedado por la Constitución, lo que convierte a la democracia, sustancialmente, en el juego de los políticos, y sólo de manera ocasional, limitada, indirecta y derivada surgen porciones de bienestar relativo en comparación con los siempre rechazables regímenes abiertamente autoritarios.

  La conclusión de todo esto es que la democracia resiste bien la comparación con cualquier otro de los regímenes históricos. Con el único con el que no resiste comparación es consigo misma. Es en esta última comparación, donde la democracia se muestra vacía de contenido “democrático”, tremendamente débil para con sus sujetos referenciales, y por ello, aunque relativamente aceptable, menesterosa en términos absolutos de una transformación cualitativa.

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