La “otorgación” popular del poder,
con base en el sufragio universal, es una falacia, un espejismo formal o un
formalismo ritual que ha venido a sustituir los ritos y protocolos del antiguo
régimen. El poder es autónomo, y descansa de hecho en instituciones heredadas,
como la propiedad, el ejército, la policía, la iglesia... Este poder de hecho “acepta”
un marco “conveniente”, se entiende, conveniente a sus intereses, más allá del
cual no es posible el juego democrático, y, en cualquier caso, “la razón de
Estado” es, en último término, el signo mágico para la conculcación de
cualquiera de los derechos, cuyo ejercicio pueda poner a aquél en cuestión.
Dentro de la gran estructura del poder, hay, naturalmente, grados y subestructuras,
hay macropoderes y micropoderes y hay una dialéctica conjunta de unos y otros,
de aquellos que, curiosa y significativamente, son denominados con la metáfora,
quizá más dicente de lo que pretende, de “fuerzas vivas”. Los poderes,
legislativo, ejecutivo, judicial, el poder de los medios de comunicación, sirven
al sistema del que emanan, que es el sistema de la propiedad, y poder, en el sistema
de la propiedad, es cualquier forma del poseer: fuerza económica, ideológica, militar,
organización, sistema, ciencia y técnica, autoridad reconocida, todo ello en el
entramado de valores definidos y emanados de las fuerzas dominantes...
Nada de esto es cosa del pueblo, como no sea su internalización, es decir, la asunción fatalista de que es algo con lo que necesariamente tiene que pechar.
Nada de esto es cosa del pueblo, como no sea su internalización, es decir, la asunción fatalista de que es algo con lo que necesariamente tiene que pechar.
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