viernes, 21 de febrero de 2020

04. El poder de la letra impresa



   Los sociólogos saben desde hace mucho tiempo eso del ‘cuarto poder’ referido a la prensa. Hasta el hombre llano que se viene ocupando de la “cosa pública” también lo sabe bien, y sucede que este tipo de saber se da en alternancia o simultáneamente con esa otra actitud de la gente sencilla, cuando con el acostumbrado acento de escepticismo preguntan al vecino «¿qué dicen hoy los “papeles”?», o cuando se refieren al periódico como al “mentidero”. Sólo que hoy, en consonancia con la informatización, la robotización y la neoliberalización de los estados, los ingredientes taxonómicos de esa serie de “poderes”, por un lado, se han incrementado, por otro lado, algunos han alterado su número de orden. Éste, pienso, es el caso de la prensa que prosigue su ascenso imparable hacia los centros neurálgicos del macropoder, y, si como universal abstracto se expresa en tales cimas, sus componentes concretos pululan con mayor holgura en el universo de la microfísica del poder (tomamos el análisis de Foucault), o alternan, no rítmicamente, sus zapatillas de Leviatán (si preferimos utilizar el símil de Ruiz‑Rico) con las botas de montar. Claro que, en términos generales, esto sucede con todas las instituciones y afecta a profesores, maestros, médicos, curas, boticarios, etc. Lo que ocurre es que las casas‑madre que albergan estos últimos concretos son ya más bien caserones en declive, y en consecuencia su leviatanismo menor tiene un área de influencia inferior y sobre todo de bastante menor eficacia. Sin embargo, como España, por desgracia, sigue siendo todavía país de nepotismo y picaresca (algo que quizá tenga que ver con el pasionalismo hispano, y, en el fondo, con nuestra inveterada desconfianza de todo lo abstracto), pues sucede que, eso, que la ocasión hace al ladrón, y que todo el endiablado y complejo sistema, que abarca desde las más altas metafísicas hasta las más vulgares psicologías y casuísticas, pues sigue alimentando actitudes de leviatanes apeonados y nos tiene enredados de mala manera, retrasándonos considerable e innecesariamente en nuestro despegue de la bananería.

   No se desprenda de lo anteriormente escrito ninguna crítica radical y absoluta al periodismo ni a los periodistas. El periodismo como profesión es una dedicación honorable y no ya útil sino necesaria en nuestras sociedades. La historia nos presenta abundantes ejemplos, en ese campo, de sanos e inteligentes divulgadores de todas las suertes de análisis, de roturadores de terrenos de investigación, de testigos heroicos de sucesos críticos, de acompañantes sensibles del dolor y la alegría de los hombres. Valoro el periodismo y a los periodistas, y entre éstos se cuentan muchos que merecen mi admiración (en lo que valga), otros dignos de amistad entrañable, otros las dos cosas. Otra cosa es que yo constate el hecho sociológico de la ampliación del arco de la prensa en la esfera del macropoder y de su correspondiente reflejo en las subesferas de los micropoderes, y que trate de exponer que, si estos ámbitos no son recorridos por una correspondiente ética profesional, las deficiencias deontológicas que de ello se derivan acusarán el proporcional incremento, en extensión e intensidad, de sus consecuencias negativas sobre la sociedad, sus estructuras, los movimientos sociales y los ciudadanos que los producen.

   También es algo diferente la cuestión del finalismo estructural de la empresa periodística. Aquí la prensa no puede dejar de ser una pieza más del sistema, y, siendo el sistema un entramado de intereses y contradicciones, la empresa periodística ha de hacerse aquí un lugar con signo y sentido consecuentes, precisamente el signo y el sentido que convengan a la junta directiva de accionistas de la empresa. Los inteligentes trabajos en este campo de Garaudy y Vázquez Montalbán, por citar algunos, dan meridiana luz a cualquiera que quiera saber del asunto. De manera que no vamos a hacernos en esto esperanzas excesivas, respecto a la utilización de los periódicos en un sentido que no sea el de sus intereses específicos. Todo tiene un techo y también aquí lo hay. Pero la empresa armamentística no empece la honestidad, la profesionalidad ni incluso el pacifismo del tornero, ajustador, fresador y hasta maestro armero que la mueven. La Universidad, institución y brazo ideológico del Estado, no debe impedir la libertad de Cátedra, aunque esta tenga que desarrollarse siempre dentro de los términos de la respetabilidad académica. Ya se sabe. Todos, de una manera o de otra, estamos pillados por el sistema, puesto que vivimos dentro de él. Y aquí no hay excepción que albergue ni al peón ni al ingeniero. Claro que ‑también se sabe‑ unos viven más a gusto que otros. Lo importante dentro de un sistema social dinámico es que todos los que vivimos de un sueldo o jornal, y los que no viven de ellos por desempleo con mayor razón, todos, tendamos, por lo menos, a ensanchar y levantar los techos que nos oprimen. Y cuando no se produce esto, por confusión ideológica o porque el status social y el disfrute privilegiado en la renta nacional nos devora, se da un proceso de conformismo e identificación que paraliza el sistema o le mantiene en un permanente y estéril movimiento hibernatorio.

   Bien, quería decir dos cosas:
   
   1) La empresa marca un límite al profesional porque paga.

   2) Dentro de este límite todavía hay lugar a discernir lo honesto de lo deshonesto en la actividad profesional.

   Pero además yo quería referirme a propósito del punto 1) a un cambio estructural importante en el funcionamiento de la prensa moderna que modifica de alguna manera las potencialidades empresariales y hace racional el cuestionamiento: ¿quiénes son los dueños de la prensa? Me refiero a los apoyos económicos del Estado a la prensa, apoyos dados, por supuesto, con dinero público (¿cómo podía ser de otra manera?) Y bien, a mí se me descontó (hoy se dice se me “retuvo”, como corresponde a un Estado completamente eufemizado) algo más de 4000€ y me permito suponer, por no decir asegurar, que una parte alícuota de esa cantidad ha ido a parar a los fondos de ayuda a la prensa, lo que me convierte de alguna manera en accionista‑propietario de una parte (alícuota también) de todos los periódicos “ayudados” de la nación. Y sé, también, que, si esto no es así, no es porque no sea de razón, sino porque el Decreto que contempla el derecho de propiedad no ha evolucionado lo suficiente. Pero, al menos moralmente, yo, como cualquier ciudadano, me siento asistido de capacidad para intervenir en la línea editorial del accionariado, y, siempre que me acompañe una razón suficiente, esgrimo ese derecho a que esa suficiencia de mis razones sea, a través de la prensa, conocida y valorada por mis conciudadanos, para que surta los efectos oportunos, si los tuviere. En otras palabras, me siento moralmente asistido del derecho de que se me publique aunque el escrito no fuera del agrado de la dirección, ni se atuviera a la línea editorial.

   Hay dos grandes peligros que emergen, uno del macropoder de la prensa, y otro de los micropoderes de los periodistas. El primero se mueve en el universo del abuso de poder o de confianza. Ya se sabe. Son como esas circunstancias agravantes de los crímenes: alevosía, nocturnidad, minoridad, sexo, pupilaje, familiaridad, etc. Son circunstancias agravantes como las de azotar al maniatado o increpar al amordazado. Y se concreta en la consolidación de posiciones material e ideológicamente interesadas, con dejación de las posibilidades de defensa de las contrarias; en la conformación de falsos estados de opinión; en lo que Zielinsky llamaba la violación de las masas por la propaganda (maestro Goebbels), sean estas grandes o medias, etc., etc.

   En cuanto al segundo, refleja todos los trabajos de “fontanería” que consisten en meter “goles” a favor de los amigachos del cubata o de otros orígenes, en esa práctica cicatera, fea y hasta mezquina de jugar en el terreno del hecho consumado. Siempre, por supuesto, en detrimento de terceros que suelen llevar razón y que justamente por eso se requiere contra ellos de la sorpresa y del método tortuoso.

   Permítaseme decir que yo pienso que es posible, factible, conveniente y hasta necesario que un periódico tenga, en términos generales, una línea político‑social, lo que supone alianzas, preferencias, simpatías, etc., etc. Hasta aquí estamos. Pero, a menos que se entienda que la política es una modalidad de la guerra, y que en la guerra todo es válido, ha de mantenerse en esa práctica una congruencia, llamémosla ética o reglas del juego, porque si no los cazadores resultan cazados y pronto la esencia del Tartufo sale a flor de piel. En suma, es lícita la práctica siempre que no se haga con grave perjuicio de la deontología periodística.

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