martes, 18 de febrero de 2020

03. ¿Acaso la Iglesia y el Estado no son socios?


   La mendacidad en torno a este punto se inició tempranamente, el propio Nuevo Testamento recurre ya al expediente de la mentira. A los evangelistas no les pareció conveniente describir a Jesús de Nazaret como el hombre que hubo de padecer la muerte en la cruz, típica del rebelde. La información tendenciosa sobre la “pasión de Jesús” debía configurarse según otros criterios. Como culpables principales debían aparecer no los romanos sino los judíos. De ahí a poco la profesión de fe de los apóstoles exigiría incluir la expresión de que Jesús había sido ejecutado bajo Poncio Pilatos. Todo ello respondía a un cálculo: si cargaba sobre los judíos la culpa de aquella muerte, la joven Iglesia quedaba de antemano eximida de cualquier conflicto con la potencia mundial que era entonces Roma: a nadie le agradaba tenérselas que ver con ella. Los judíos, privados en gran medida de poder, estaban casi indefensos. De ahí que Pablo escribiera contra los judíos y a favor de los poderosos de entonces. Su Carta a los Romanos se las trae: «Todos os habéis de someter a las autoridades, pues no hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas» (Rom 13, 1). Ese pasaje textual no sólo ha pesado como plomo sobre la conciencia de millones de creyentes, sino que también permitió a los archipastores preservar sus intereses frente a cualquier Estado, al que se reconocía por principio. Justamente por los días en que Pablo escribe esa carta los miembros de la comunidad cristiana de Roma se sentían fuertemente zarandeados por el remolino subsiguiente a la victoria de Roma sobre Israel. Sabían bien en manos de quién estaba el poder… y también Pablo lo sabía. Pablo aludía al Estado de Nerón, según el sociólogo A. Meyer, el «Estado de un histrión político, de un asesino de sus hermanos, de un fratricida y parricida». Y «mientras los intelectuales romanos criticaban acremente el sistema romano, conculcador del derecho, Pablo y sus discípulos cierran los ojos ante las injusticias». Y así ha venido ocurriendo hasta nuestros días cada vez que la Iglesia adoptaba unas actitudes interesadamente modosas frente al Estado.

   ¿Dos poderes?, ¿dos autoridades?, ¿dos reinos? Al lector moderno se le antojará con frecuencia extraño que además del Estado, entidad que le resulta familiar, haya otro poder que se planta tercamente junto a aquél por más que él lo considere ya obsoleto: la Iglesia. Ningún sindicato, ningún partido, en cambio, se atreverían a expresar ideas semejantes sobre el Poder en una democracia. ¿La Iglesia homologa del Estado? Históricamente las cosas han seguido un camino bien distinto. En la cumbre de su poder no sólo exigieron el estar junto al Estado sino que intentaron estar sobre el Estado. El descomunal incremento de poder experimentado por la primitiva Iglesia gracias a su “santo emperador Constantino” no sólo la convirtió en paladín defensor del imperio terrenal, sino también en su competidora y adversaria. En caso de que los dominadores terrenales se conformaran con el papel de abajo que les conferían los papas, podían seguir gobernando sin el menor tropiezo e incluso esperar que, llegado el día, se les venerase como santos. Solo en el caso de mostrarse renuentes a plegarse a las pretensiones, cada vez más desvergonzadas, que los clérigos presentaban como “derechos de Dios” tenían que contar con su resistencia. Y es que la consigna de “a Dios se le debe más obediencia que a los hombres” mostró una gran eficacia funcional. Más tarde o más temprano, todos los adversarios políticos hubieron de humillarse ante ella. Si se lograba que todos vieran en la Iglesia y el Estado una y la misma cosa, nadie se arriesgaría a la larga a desobedecer. Dios, el valor supremo e insuperable, y la Iglesia portavoz e intérprete de ese Dios. Arremeter contra esa alianza equivalía a un suicidio político. La ideología consistente en someter al mundo y al espíritu humano apelando a Dios y reivindicando para sí el papel de intérprete infalible de éste ha generado hasta hoy terribles consecuencias y asolado las cabezas y los corazones de las personas.

   «En la misma medida en que el alma se eleva por encima de todo lo terrenal, así también nuestro reino se eleva por encima del reino del emperador», afirma el doctor de la Iglesia Juan Crisóstomo hace ya más de 1600 años. Y nadie ni nada, prescindiendo de matizaciones secundarias, ha alterado ese principio básico del poder clerical. Todavía hay personas que se sienten llamadas a cooperar en la edificación y ocupación del más sublime de los reinos. Y no faltan otras, especialmente entre los políticos contemporáneos, cuyo espíritu de vasallos les lleva a defender aquel principio en el plano político. Por supuesto que bajos las actuales circunstancias ni unas ni otras piensan en realizar formalmente ese reino de Dios sobre la tierra. Faltan para ello el valor y el poder. Pero la ideología que subyace a esa concepción del reino mantiene su virulencia. Quien entre nosotros se considera titular de las “últimas palabras” ‑aunque carezca de toda legitimación para ello‑ pretende poco menos que haber confiscado para sí el lugar preferente entre las múltiples opiniones en pugna. En todo este asunto la Iglesia logra aplicar aún aquel inveterado precepto de que, por respecto al Estado, no vale seguir otro principio que el del aumento del propio poder. Para conseguirlo transita imperturbable por la vía de la mínima resistencia: colaborar siempre con el bando más fuerte y que más ventajas le reporte en un momento dado. Si el Estado entra en ese juego, tanto mejor. En ese caso, Estado e Iglesia sólo tendrán que dirimir sus conflictos en escenarios de guerra marginales: la lucha en torno al aborto se puede usar como palanca política partidista para escenificar una especie de objeción contra “el espíritu de la época”: El que la Iglesia, que tan valientemente lucha contra la vida no nacida, tenga sobre su propia conciencia las vidas de millones de personas, eso ha de pasar inadvertido. Que esa Iglesia se embolsa, año tras año, una suma de varios miles de millones procedentes de las personas que ella ataca en ese punto de la interrupción voluntaria del embarazo y que también se beneficia indirectamente de aquella parte de los caudales públicos que van a parar a subvencionar asuntos puramente confesionales no parece, a todas luces, interesar a nadie.

   Los Estados prefieren seguir pagando como hasta ahora. Aunque los hay, es cierto, que también asumen desembolsos especiales. Dos ejemplos del año 1990: la presidenta de Nicaragua, Violeta Chamorro, se comprometió a subvencionar con caudales públicos la construcción de una nueva catedral en Managua a pesar de la catastrófica situación financiera de su país. Y pocos días antes de proceder a la invasión de Kuwait el presidente del Irak, S. Hussein, demostró ser un amigo espléndido de los católicos: regalando un solar de 25.000 metros cuadrados en Bagdad a los católicos de rito caldeo, que constituyen un 2,4% de la población del país.

   Cuando un sistema estatal se niega a entrar en ese turbio juego y la sociedad no permite sin más que la Iglesia se sirva fácilmente de la tarta común, el lamento eclesiástico no se hace esperar: los teólogos, que se ganan su sustento como expertos del evangelio, se afanan entonces con encomiable celo por mostrar cómo esos Estados tienden a constituirse en “el anticristo de los últimos tiempos”. Ahora bien, mientras esos anticristos sigan pagando los sueldos de los teólogos, éstos no tocarán a zafarrancho total.
Que los clérigos de pro sean empedernidamente monárquicos o también, cuando ello resulte más rentable, panegiristas de las dictaduras no es cosa de admirar. La Iglesia, cuyo reino no es de este mundo, se entiende óptimamente con quienes son señores por la gracia de Dios. De ese modo, unos y otros señores se emparejan gustosamente. Ya lo decía el obispo Faulhaber en 1921: «los reyes por la gracia del pueblo no constituyen una gracia para el pueblo y allá donde el pueblo es su propio rey, se convertirá también, a la corta o a la larga, en su propio sepulturero». También se pudieron oír, ya en 1919, expresiones bastante similares cuando se pronunció el elogio fúnebre por el fallecido Guillermo II, un criminal de guerra corresponsable de la gran conflagración mundial: «Ha fenecido la gloria del imperio alemán, sueño de nuestros padres, orgullo de todos y cada uno de los alemanes».

   Pero entretanto, ¿no habrán tomado las cosas un giro más favorable? La Iglesia, cuando menos, afirma que también ella entiende ahora bastante de democracia. Pues ciertamente su divina misión no consiste en democratizarse ella misma o en dar cabida en su seno a los derechos humanos, pero sí en contarles a los demás unas cuantas cosas sobre la democracia y los mencionados derechos. Cuando la Iglesia habla a los demás, lo hace en el desempeño específico de su “cargo de celadora”: ésa es una misión que el buen Dios le ha conferido directamente; Por lo tanto, ella no habla para sí misma y en su propio ámbito deja las cosas tal cual eran. A las mujeres, por ejemplo, les sigue permitiendo ejercer únicamente funciones subalternas. A los hombres les sigue reservando todas las posiciones de poder. Sigue, por lo tanto, sin reconocer a sus dignatarios el derecho al matrimonio y a fundar una familia. Se niega, como siempre, a reconocer a sus teólogos el derecho a opinar e investigar libremente. Pero, eso sí, qué son y hasta qué punto se cumplen esos derechos fuera de sus muros, en el ámbito extraeclesiástico, sobre ello sí que se atreve a opinar impávidamente. Y quiere, por supuesto, que sus prédicas al respecto obtengan su recompensa, tanto si viene como si no viene al caso. Todo indica que ese modo suyo de argumentar halla una acogida tan benevolente que no tiene que temer el menor menoscabo financiero. Bien pueden los clérigos reírse para sus adentros. Todavía hay muchos que se toman políticamente muy en serio no sólo sus falsas preguntas sino también sus respuestas aparentes. ¿Acaso la Iglesia no es de naturaleza fundamentalmente distinta? ¿Podría compararse sin más con los sindicatos o con otras asociaciones sin renunciar a sí misma? Ella, desde luego, opina que no. La Iglesia consiguió que los políticos de toda laya dieran testimonio en su favor aceptando que su autoconciencia constitutiva fuera de naturaleza intangible de modo que también la república se obligaba a hacer algo especial por ella. ¡Un saludo cordial de Juan Crisóstomo!

   ¿Una autoconciencia con derecho a remuneración? Ahí se confunden los intereses de quienes sólo tienen la necesidad de dominar con las necesidades de los dominados. Si alguien que quiere hacer dinero convence al que posee ese dinero de que necesita los servicios que él le ofrece vocacionalmente, las cosas funcionan a la perfección. Quien es presa de las tribulaciones y miedos que se le han inculcado previamente está bien dispuesto a costear los cuidados de quien le libere y redima de esos males: el mismo que se los inculcó, sin cuya intervención previa él no sólo no los tendría sino que ni tan siquiera tendría noticia de ellos.

   Recientemente se suele echar mano de un argumento cuya fuerza subyuga hasta el propio Tribunal Constitucional: el de “solidaridad” entre el Estado y la Iglesia. Eso no parece sonar nada mal al principio… pero un oído atento advierte que suena a hueco. En una época en que todas las personas se esfuerzan por ser o por llegar a ser compañeros; en una época en que el matrimonio viene siendo sustituido por una relación de compañerismo y el compañerismo en general se está convirtiendo, o poco menos, en la máxima expresión de la vinculación afectiva interpersonal los clericales no pueden quedarse a la zaga. Luchan por su poder como cualquier otro lobby y quisieran resarcirse de todo cuanto han perdido en lo tocante a la influencia directa sobre la sociedad generando mecanismos de seguridad en torno a sus instituciones y asegurándose también una buena retribución por su oferta de servicios “solidarios”. El clericalismo, según todas las apariencias un defecto de carácter imposible de corregir, se esfuerza siempre por influir en el desarrollo social en un sentido que cuadre a sus propias opciones. Esa antiquísima ambición se trata de justificar hoy, la mayor parte de las veces, con la afirmación de que la Iglesia «tiene una responsabilidad especial frente al mundo». Ergo debe mantenerse como fuerza globalmente activa y de eficacia universal. En condiciones óptimas se mantendrá al margen de la sociedad para defender su autonomía frente al «espíritu de la época», pero pudiendo, eso sí, actuar como una especie de levadura que penetre en esa misma sociedad para transformarla total y radicalmente.

   Es verdad que han pasado ya los tiempos en que el papa y su Iglesia se arrogaban el papel de señores frente al resto del mundo. Esa vieja ideología se ha declarado entretanto en bancarrota. Ningún clérigo puede hacer ya patria con ella. Pero sí que podría y querría ser “solidario”. Por otra parte, la equiparación fundamental entre dos poderes autónomos, el Estado y la Iglesia, términos usados por el propio Tribunal Constitucional, tampoco es ya objeto de aceptación. A nadie que piense en sus intereses (y en los votos de los electores) le gusta hoy en día hablar de “poderes”. Mencionar al Estado y a la Iglesia como poderes yuxtapuestos e iguales en derechos no resulta ya oportuno. La expresión ‘solidarios’, en cambio, resulta más plausible. Solidaridad entre la sociedad, el Estado y la Iglesia; armonía entre todas las partes, a la vista de los problemas comunes y a fortiori pensando en los más pobres y socialmente desvalidos, eso sí que funciona bien. Con eso se ganan elecciones. Digno de resaltar es, en cualquier caso, que en situaciones tan diversas la Iglesia siempre sacó buen partido económico. Es ostensible que por muy prostituyente que sea la argumentación clerical («podemos relacionarlos con no importa quién») nunca se le cierran los grifos del erario público.

   El teólogo C. D. Schulze caracteriza así la presente situación: «La permanencia inalterada del derecho público eclesiástico en el Occidente es la condición previa a la plena integración de las Iglesias en el sistema de valores de la economía social de mercado y al mismo tiempo una prima por buena conducta, por su contención en la autocrítica, vista la injusticia reinante a nivel mundial y la devastación del planeta. La relación colegial, cuasi matrimonial, como entre gemelos que obran paralelamente gracias a una buena división del trabajo… equivale a un compromiso común y bien contrapesado con el orden social vigente».

   ¿Es la Iglesia realmente un interlocutor y un socio lealmente cooperador con los mismos derechos que el Estado? El tema de la solidaridad con aquélla, ¿debe ser una cuestión aún abierta para los demócratas? No, pues con los clérigos sólo son posibles acuerdos tácticos. Es una cuestión de principio: los demócratas de los más distintos signos no pueden negociar con una gente que mantienen en sus propias instituciones y en el conjunto del grupo un sistema antidemocrático que ni siquiera se corresponde con la Carta de la ONU. El ex‑papa Ratzinger, dejó, en 1984, que saliera a la luz el gato encerrado. Con la mayor, pero también con la más delatora de las frescuras, calificó al Estado ‑como era usual en las filas de la Iglesia a lo largo del s. XIX‑ de “sociedad imperfecta” y desde la posición que da el rango superior de la Iglesia ofreció al “imperfecto” «fuerzas desde el exterior de sí mismo, para que pueda continuar siendo él mismo». A partir de ahí, muchos deberían saber con quién nos las tenemos que haber. Los demócratas no pueden convertirse en compañeros de los antidemócratas sin que su prestigio sufra menoscabo. Quien, pese a ello, opine que puede dejarse ver y cooperar junto a los clericales no tendrá ya excusa que ofrecer en el futuro. Demostrará ser poco respetuoso con la sensibilidad de la mayoría de la población y serlo demasiado con la hipersensibilidad de un determinado estrato social de la Iglesia.

   Mientras que en el periodo de entre guerras los más diversos pueblos, más o menos, se liberaban a lo largo y a lo ancho del mundo de una herencia clerical que no era la suya, los alemanes trabajaban derechamente en provecho del Vaticano. La persona que, del lado curial, llevaba la voz cantante en esa época era el nuncio Pacelli, futuro papa con el nombre de Pío XII. Él era quien movía los hilos de la política de Concordatos y tenía prácticamente en un puño a sus interlocutores. Los Concordatos concluidos por entonces con los distintos Estados de Alemania o con el Reich hitleriano no solamente llevan todos ellos la impronta de su espíritu (leal al Vaticano), sino también su rúbrica. Pacelli consiguió una proeza diplomática tras otra. No es ya que este nuncio consiguiera asegurar toda clase de ventajas para su Iglesia en los Concordatos negociados por él. Es que además los embelesó haciéndoles pensar que pagaban en interés propio, en ventaja propia.
Cuando, tras trece años de estancia en Alemania, abandona la nunciatura de Berlín, un periódico alemán se refiere a él como a “nuestro protector”. Hasta qué punto era atinada la calificación es algo que sólo se evidenció plenamente a lo largo de la guerra hitleriana. Cuando Pacelli asciende al solio pontificio en 1939, su primer comunicado a un jefe de Estado para informarle oficialmente del hecho tenía al Führer como destinatario e iba redactado en alemán. Fue, como se dijo oficialmente, un “acto de especial deferencia”: deferencia frente a un criminal que ya tenía sobre su conciencia la Noche de los cristales rotos, por mencionar tan sólo uno de los crímenes que jalonaron aquellos seis primeros años de su régimen de terror. Pacelli estaba, como siempre, perfectamente informado sobre esos hechos. Conocía Alemania, como nuncio había hecho todo cuanto le fue posible para sacar buena tajada y Roma podía sentirse triunfante. En pocos años la curia había conseguido concluir Concordatos con Lander como Prusia, Badén y Baviera, y después, con el Tercer Reich de Hitler ‑algo verdaderamente sorprendente, aunque, bien mirado, sorprende ya bastante menos. Como quiera que el obispo Faulhaber, cardenal de Múnich desde el año 1921 y hasta el presente contemplado por los bávaros como “dirigente de la resistencia católica contra Hitler”, vituperaba la primera república alemana como un producto resultante del “perjurio y de la alta traición”, podría pensarse que el clero no se sentaría a la misma mesa con representantes de aquella República de Weimar para negociar con ella sobre Concordatos. Pero eso fue lo que cabalmente sucedió. Además de ello, el clero consiguió que la Constitución de Weimar diera una formulación tan ventajosa a los artículos referidos a la Iglesia que ésta toleró con total alivio su anclaje constitucional al igual que, años más tarde, lo hizo con la garantía ofrecida por la Constitución de Bonn de la República Federal: una garantía que consagraba las ventajas que el Concordato firmado en su día con Hitler les concedía.
Quien suponga que los negociadores estatales se vieron cogidos del cuello y arrastrados a las posiciones curiales por los diplomáticos de la Iglesia sólo conoce la verdad a medias. Es cierto que a los clérigos no les gusta hacerse los miserables cuando está en juego su beneficio. También lo es que los representantes de una institución que se tiene a sí misma por “intemporal” y “defensora de valores últimos” se sienten ya de antemano superiores a los que sólo defienden, digamos, valores penúltimos. Pero es asimismo evidente que los autores de un desaguisado de este tipo necesitan víctimas bien dispuestas: la condescendencia y el sentimiento de inferioridad por parte del Estado y de sus representantes suelen converger de modo nada infrecuente, incluso en la actualidad, cuando se trata de asuntos relativos a la Iglesia. La opinión de la masa no impresionó gran cosa a estos señores (la Liga Protestante reunió 3 millones de firmas contra el Concordato con Prusia) y las coaliciones de gobierno se tambalearon o, como en Badén, cayeron. Pero las palabras del príncipe de los poetas alemanes parecían resonar en el vacío:

Concluyóse por fin el Concordato
y el pío documento no está mal:
Roma hace su agosto con el trato
y tú pagas los costos al final.


   Aunque en la inmensa mayoría de los casos se verifica que lo que la Iglesia gana a través de los Concordatos es muy superior a lo que gana el Estado, los alemanes no han querido por nada del mundo renunciar a su derecho de concluir tratados, altamente perjudiciales para ellos, con la Santa Sede. Y el Estado actual no ha cancelado, no se ha sacudido esos acuerdos firmados tiempo ha. Siguen siendo válidos: incluido el Concordato firmado con Hitler bajo las circunstancias más deplorables y bochornosas. Es más: todavía hoy los alemanes piensan que esa vigencia permanente les reporta ventajas y no son capaces de tomar ninguna iniciativa para atenuar o para anular la inserción, otrora decidida, del derecho canónico católico en su legislación.

   Un Estado previsor de su propia ventaja y de la de sus ciudadanos se niega, ya de antemano, a concluir Concordatos. Los Estados Unidos y Holanda, por ejemplo, se atienen fielmente a ese principio. ¿Y los alemanes? El último Concordato del imperio tuvo lugar en 1448 y fue el concluido entre el emperador Federico III y el papa Nicolás V. Tuvo vigencia legal hasta el año 1806. Es cierto que la Iglesia nunca se resignó a la merma de influencia y de dinero que le sobrevino desde entonces, pero tuvo que esperar mucho tiempo hasta hallar, de parte alemana, un interlocutor fiable: un político cuya elección como presidente del Reich había recomendado ya ella misma en 1932 mediante una distribución masiva de octavillas entre los electores católicos: se llamaba Adolfo Hitler.

   «La misma clientela e idénticos síntomas», así podría sintetizar un aforismo fácil de memorizar las relaciones entre el clericalismo y el fascismo, se podría, además, documentar históricamente: todos los regímenes fascistas accedieron al poder con un intenso apoyo papal. Cada oveja se asocia, y muy gustosamente, con su pareja. La Italia de Mussolini y la España de Franco obtuvieron el respaldo de las masas católicas (¿quién más las habría apoyado, de no ser así?). Es cierto que, todavía en 1920, Benito Mussolini, autor de las obras Dios no existe y La querida del cardenal, calificaba de enfermas a las personas religiosas y escupía sobre los dogmas, pero tan solo un año después elogiaba ya de tal manera al Vaticano y a su reino que el cardenal Ratti ‑un año antes de su elección como papa Pío XI‑ exclamó exultante: «Mussolini es un hombre maravilloso. ¿Me oyen? ¡Un hombre realmente maravilloso!».

   El papa y el duce eran oriundos de Milán, ambos odiaban a comunistas, liberales, socialistas y anarquistas. Además de ello, Mussolini salvó de la bancarrota al Banco di Roma, al que la curia había confiado grandes sumas, con desembolsos de dinero público. Con ello el máximo jerarca del fascismo se hizo merecedor del elogio del decano del colegio cardenalicio, quien lo calificó de «elegido para ser el salvador de la nación». Y también Pío XI (1922‑1939) promocionó la carrera del dictador de Italia: ni siquiera protestó cuando los fascistas mataron a algunos religiosos y, ni que decir tiene, mantenía la boca bien tapada cuando las víctimas eran comunistas, socialistas y anarquistas (para entonces los liberales ya se habían fundido por completo con el fascismo). El 20 de diciembre de 1926 pronunció aquellas palabras orientativas acerca del camino a seguir: «Mussolini nos fue enviado por la providencia». Tres años después clericales y fascistas concluyeron los Acuerdos de Letrán, que para los primeros significaron la aportación de una renta de millones de liras en favor “del reino que no es de este mundo” y para los segundos, la bendición papal y su reconocimiento público. El catolicismo se convertía así en la religión del Estado para los italianos y el fascismo asumía la dirección de los asuntos políticos. Ambas ideologías se entendían espléndidamente y avanzaban hacia sus objetivos cogidas de la mano: la clientela y los síntomas eran idénticos o se identificaron sin más.

   En la Italia de entonces los libros escolares se componían, en una tercera parte, de textos extraídos del catecismo y de oraciones religiosas. Los dos tercios restantes se dedicaban a la glorificación del fascismo y de la guerra. Ambos reinos volvían a ser de este mundo. Después que Mussolini sojuzgara Abisinia tras una “justa guerra de defensa” (opinión católica); después de que una fábrica de municiones, propiedad del Vaticano, se acreditase como uno de los más eficaces proveedores de material militar y que el cardenal de Milán ensalzara aquella guerra como “campaña de evangelización”, el clero católico celebró unánimemente al “Duce maravilloso” como dirigente del “Nuevo Imperio que llevará por todo el mundo la cruz de Cristo”

   En España, un país económica y espiritualmente depauperado a lo largo de los siglos por obra y gracia de sus gobernantes clericales, los obispos secundaron al papa y exigieron ya en 1933 –tras la visita de Pacelli a su vuelta de EE, UU‑ una «santa cruzada para el restablecimiento de los derechos de la Iglesia». El golpe de Estado franquista contó asimismo desde su comienzo con la bendición de los prelados. Franquistas y clericales pretendían hacer pasar su guerra por una simple campaña de defensa contra el comunismo ateo. En realidad, contra un pueblo que no se plegaba estrictamente a su modo de pensar. La primera insignia extranjera en ondear sobre el cuartel general del caudillo fue la del papa y de ahí a poco la franquista fue izada también en el Vaticano. Pío XI sabía muy bien hasta qué punto su reino era de este mundo cuando en plena guerra civil envió un telegrama rindiendo homenaje al general fascista y en el que decía sentir «latir el espíritu, profundamente arraigado, de la católica España». En el verano de 1938 el mismo papa se negó a la petición presentada por Francia e Inglaterra para que protestase contra los bombardeos dirigidos contra la población civil por los aviones franquistas. Cuando Franco, con la ayuda de Roma y de Berlín, consiguió vencer al pueblo español, el nuevo papa, Pío XII, le envió su felicitación el mismo 1 de abril de 1939: «Elevando nuestro corazón a Dios, nos congratulamos con Su Excelencia por esa victoria tan anhelada por la Iglesia Católica… Abrigamos la esperanza», continuaba el texto papal, «de que su país, una vez restablecida la paz, retome con nuevo vigor sus viejas tradiciones cristianas». Su esperanza no era vana: en los años que siguieron Franco hizo fusilar a unos 300.000 disidentes.

   También por lo que respecta a la historia alemana hay pruebas fehacientes de que los obispos ‑de grado o a regañadientes‑ contribuyeron, alentados por su jefe, Pío XII, a aupar a Hitler, a quien después prestaron su apoyo hasta el final. Los muchos intentos de blanquear esas páginas de la historia se estrellan contra hechos. La Ley de Plenos Poderes del 24 de marzo de 1933 (previamente habían sido suspendidos los derechos civiles fundamentales consagrados en la Constitución de Weimar) sólo pudo obtener la necesaria mayoría para su promulgación gracias a los votos del Partido Católico del Centro cuyas riendas llevaban los clérigos. Su aceptación de aquella ley dictatorial iba unida a la previa promesa de Hitler de concluir con la Iglesia un Concordato para todo el Reich. El 10 de abril y en medio del clima generado por las órdenes de boicot y de pogroms contra los judíos, el paladín de Hitler, Góring, obtenía una audiencia en el Vaticano para el papa felicitara así a Alemania por su nuevo Führer. El 3 de junio de 1933, cuando ya millares de católicos estaban en la cárcel, los obispos escribían estas palabras: «No queremos, bajo ningún precio, privar a este Estado de las fuerzas de la Iglesia». El 20 de julio de 1933 se firmaba el Concordato entre el Reich y la Iglesia. Este documento no sólo contenía garantías financieras concedidas por el Tercer Reich a la Iglesia católica, sino también una clausula secreta que bendecía el rearme alemán. Cláusula que aún sigue en vigor.

   El Concordato del Reich fue celebrado con misas solemnes durante las cuales halló también expresión litúrgica la nueva relación, recién cimentada, entre la Iglesia y el Estado: los obispos entonaron un Tedeum. Sacerdotes nacionalsocialistas pronunciaron solemnes sermones ante unidades de las SS y de las SA en perfecta formación. Grupos de asalto de las SA se situaron a uno y otro lado del altar mientras sus bandas musicales tocaban música sacra. Todo es exultación y júbilo y si alguien no se exulta es porque está ocupando ya su puesto en el campo de concentración. El papa Pío XI es ensalzado por su cardenal Faulhaber, otro “resistente”, como el «mejor amigo e incluso, en un principio, como el único amigo del nuevo Reich». El 20 de agosto de 1935 los obispos alemanes catalogan el Concordato con estas certeras palabras: «el Santo Padre», testimonian halagando a Hitler, «ha cimentado y elevado de manera incomparable el prestigio moral de su persona y de su gobierno». Todavía en 1937 el arzobispo Faulhaber, que siempre estuvo perfectamente al tanto de todo cuanto Hitler había hecho desde 1933, declaró acerca de este tema: «En la época en que los soberanos de las potencias mundiales guardaban frente al nuevo Reich alemán una actitud de fría reserva, cuando no de plena o casi plena desconfianza, la Iglesia católica, la mayor potencia moral sobre la tierra, expresó su confianza al nuevo gobierno alemán a través del Concordato. Eso constituyó un hecho de inconmensurable relevancia en favor del prestigio de dicho gobierno ante el extranjero».

   Después de la ocupación de Checoslovaquia por los nazis, Pío XII, el consumado diplomático de la era de los Concordatos, se muestra entusiasmado y declara que su amor por Alemania es ahora mayor que nunca. Después de la invasión de Polonia el papa renueva aquel voto de amor con sus mejores financiadores y su Osservatore Romano escribe, zanjando correcta y previsoramente la cuestión relativa a la responsabilidad por la guerra: «Dos naciones civilizadas inician una guerra». Cuando Inglaterra y Francia insisten en que la curia declare a Hitler como agresor el papa rehúsa hacerlo. Todavía en noviembre de 1943, en medio de aquella guerra altamente criminal desatada por Hitler, el papa encarece que «sin desconsiderar a los demás pueblos, su especial preocupación… se centra ahora ante todo en el pueblo alemán, tan probado por el sufrimiento». A estas alturas, después de los primeros 15 meses de contienda, la archidiócesis de Freiburg ha aportado ya más de 61,3 millones de marcos en concepto de «prestaciones de ayuda a la guerra». Y eso no debe causar asombro habida cuenta de que el arzobispo Gróber, él mismo miembro patrocinador de las SS, había escrito durante esos meses no menos de 17 cartas pastorales en todas las cuales exhortaba al sacrificio.

   ¿Resistencia? ¿Combatientes de la resistencia entre los obispos alemanes? De los 26.000 sacerdotes alemanes sólo un 1% fue a parar a Dachau y entre ellos no había un solo obispo: ni Galen de Münster, ni Faulhaber de Múnich. Cuando Hitler vulnera algunas estipulaciones parciales del Concordato, los obispos y el papa únicamente deploran lo que les perjudica a ellos. El historiador H. Müller ve en la defensa de la institución católica «el primero y casi único punto de inserción de la resistencia católica». El catolicismo alemán se interesaba, casi exclusivamente, por el mantenimiento de sus derechos, libertades y organizaciones. En cambio las injusticias, el terror, el asesinato y la violación de la persona humana como tal fueron ampliamente ignorados por él. El obispo Galen, por ejemplo, se queja explícitamente, en una carta dirigida a su colega Berning y fechada el 26 de mayo de 1941, de las restricciones impuestas a los derechos de la Iglesia, pero no pierde una sola palabra para referirse a las persecuciones que arreciaban sobre los no católicos. No consta que Galen se haya manifestado nunca acerca de la caza asesina desplegada contra judíos, gitanos, homosexuales, etc. Para los obispos alemanes, los judíos constituían «un foco de interés relativamente lejano a los nuestros desde el punto de vista eclesiástico». El arzobispo de Freiburg, Grober, escribe en 1937 que el bolchevismo, contra el cual se arma Hitler, representa un «despotismo asiático al servicio de un grupo de terroristas encabezados por judíos». El obispo de Linz, Gföllner, dice ya en 1933, poco antes de que Hitler tomase el poder, que todos los cristianos tienen en conciencia la estricta obligación de «combatir al depravado judaísmo», que «aliado a la masonería internacional… oficia de fundador y de apóstol del bolchevismo». El mismo Galen escribe en su mensaje de felicitación por el ataque de Hitler a la URSS acerca de «la dominación judeo‑bolchevique de Moscú» a la que ahora se va a poner coto. ¿Media acaso una gran distancia entre declaraciones como éstas y la criminal formulación nazi relativa a la “conjuración del judaísmo internacional”?
Estos obispos no alzaron nunca su voz para protestar contra la supresión de los derechos fundamentales que los alemanes disfrutaban en la democracia. Tampoco contra la eliminación de anarquistas, socialistas y comunistas. Nunca contra el antisemitismo y los crímenes perpetrados en la persona de millones de ciudadanos. Ni una sola carta pastoral, se autoalaba en 1936 un cardenal alemán, ha lanzado palabras críticas contra el Estado, el movimiento nacionalsocialista o el Führer. «En España», palabras de Galen, «el bolchevismo ateo ha sido vencido con la ayuda de Hitler».

   Claro que, pasado este episodio, ahí los tenemos a todos nuevamente, al lado de los vencedores. Ahora ninguno de ellos pretende haber tenido nada que ver con los hechos pasados. Nada de eso: en julio 1951 los clérigos ponen en la picota y tachan de fracasados a aquellos católicos «que se dejaron engañar por el Estado totalitario» y que «dando muestras de actitud conciliadora se manifestaron propensos a aceptar fatales compromisos con aquél». Ya han hallado chivos expiatorios: la tendencia a proyectar toda la culpa sobre los nazis y sus compañeros de viaje sirve para disimular su propio fracaso (por haber sido mucho más que simples compañeros de viaje). Proceden a una depuración de los documentos y a los historiadores de la Iglesia de talante clerical se les permite pasar por alto cosas esenciales y describir con lujo de detalles lo más o menos trivial. Si abrimos un diccionario histórico de Alemania y consultamos la entrada ‘Faulhaber, Miguel de’ nos enteramos de que el cardenal era «ya desde el año 1933 un resuelto adversario del nacionalsocialismo». Esta mentira concreta sobre tales resistentes no tiene nada de extraordinario: es la característica común a todos los obispos católicos que ‑casualmente el 8 de mayo de 1945, día de la capitulación‑ renegaron del fascismo: su reino nunca fue de este mundo. El mismo verano de aquel año de 1945 el cardenal Galen redactó un esbozo de programa de un nuevo Partido Popular de orientación cristiana. A partir de ahí se viene urdiendo la mentira vital del catolicismo alemán de la postguerra en torno a su supuesta resistencia.

   De ahí en adelante los clérigos se vieron en la obligación de desmentir, más aún, de rechazar con indignación que se hubieran beneficiado del dinero de Hitler. Tienen que reprimir la conciencia del hecho de que su papa apostó durante un período excesivamente largo por la falsa carta cosmovisional y que solo cambió de trincheras cuando ya se veía venir la derrota militar de Alemania. Tienen que desautorizar sus propias palabras: ellos nunca dijeron lo que quedó por escrito. Ni un solo obispo alemán padeció internado en un campo de concentración. El obispo Berning sí que estuvo en uno de ellos, pero de visita pastoral: alabó sus instalaciones, ensalzó a los centinelas y exhortó a los cautivos a la obediencia y la fidelidad para con su pueblo y con su Führer. Punto final de su homilía: un triple ¡Heil Hitler!.

   Los obispos merecieron, incluso, un elogio de Heydrich, el feroz esbirro del dictador. Heydrich ensalzó la carta pastoral del obispo de Ermland, Kaller, quien todavía en 1941 aseguraba que «justamente en cuanto creyentes inflamados por el amor a Dios permanecemos fieles a nuestro Führer, que rige con segura mano los destinos de nuestro pueblo». Y el obispo Galen tampoco le iba a la zaga, el mismo día de su consagración como obispo, el 28 de octubre de 1933, predicaba así: «Queremos dar gracias a Dios nuestro Señor por su amorosa providencia, que iluminó y fortaleció a los dirigentes supremos de nuestra patria. Éstos reconocen ahora el terrible peligro que amenaza a nuestro querido pueblo alemán por parte de una propaganda sin tapujos en pro del ateísmo y del desenfreno e intentan exterminarla con mano fuerte» ¿Mano fuerte? ¿Exterminio? ¿Legitimación de Hitler por parte del obispo? Estos resistentes sabían distinguir bien a sus auténticos enemigos: éstos no respondían al nombre de nacionalsocialistas. Se hallaban entre los comunistas, esas “bestias embrutecidas” (Galen, 1945). La misma palabra de ‘democracia’ le resultaba penosa. Cuando en el otoño de 1941 circuló una falso escrito según el cual él habría llamado a la resistencia pasiva contra Hitler, el “León de Münster” desmintió enérgicamente tener nada que ver con un texto «cuya tendencia era rotundamente opuesta a sus convicciones y a su actitud».

   ¿Quién ofreció realmente resistencia? La ofreció, por ejemplo, el sacerdote católico Doctor M. J. Metger, quien fue ejecutado en 1944 a causa de sus esfuerzos pacifistas. Su propio obispo, el miembro de las SS, Grober, se había distanciado de Metger y de sus “crímenes” en una carta dirigida al presidente del Tribunal del Pueblo, Freissler. Y fue a este juez‑verdugo y no a Metger a quien Grober testimonió su “alta estima y respeto”. Y ni siquiera la amplia conversión episcopal del 8 de mayo de 1945, día de la capitulación, surtió gran efecto en Grober: cuando los 11 sacerdotes de su diócesis que habían sobrevivido a los campos de concentración se reunieron en 1946, Grober se negó a asistir y prohibió que aquel encuentro en la ciudad de Offenburg se hiciera público. La situación del cristianismo oficial de las iglesias era entonces tan escabrosa que «únicamente una gigantesca maniobra de encubrimiento» (palabras del historiador católico F. Heer) podía salvar la cara de los obispos. A las sombras de las ruinas surgió después aquel poderoso edificio de la mentira de la resistencia… y de ahí a poco los obispos, cuyo fracaso había sido tan deplorablemente estrepitoso como el de su papa, se convirtieron en garantes del nuevo orden (cosechando además las correspondiente recompensa). Un ejemplo entre muchos: Múnich ha denominado una de sus calles más céntrica con el nombre del cardenal Faulhaber. No está muy lejos de la calle Pacelli (en honor de Pío XII). Ambas calles están en las inmediaciones de la Plaza de la Víctimas del Nacionalsocialismo.

   Hay un principio que rige la experiencia cotidiana: antes de que otra gente acceda a nuestro dinero tienen que haber hecho algo para ello. Es también obvio que previamente a su conversión en “dinero de la iglesia” ese dinero es algo nuestro. Antes, pues, de soltarlo sin más es preciso que la iglesia preste algún rendimiento por ello. Y después de que lo haya recibido ha de mostrar lo que ha hecho de él. Ese principio no tiene nada de malo pero se da el caso de que ese principio está por regla general fuera de uso. La Iglesia cuenta con un apoyo sustancial de las leyes y de la propia Constitución. La Constitución convierte a la Iglesia en un grupo privilegiado y le garantiza la. Hoy resultaría imposible que la Iglesia hiciera pasar felizmente por el parlamento leyes como las aludidas. Pero es que ya no necesitan respaldar democráticamente sus privilegios: pueden remitirse a acuerdos, algunos de los cuales se remontan a fechas de hace más de 200 años.

   La separación entre la iglesia y el estado, en la actual constitución, ha sido prácticamente vaciada de sentido. Quien reflexione acerca de la situación fáctica en la no llegará a la conclusión de que semejante separación esté verdaderamente estipulada en la Constitución o se haya hecho ya efectiva. ¿Será cuando menos posible modificar en algo esa situación normal? El juez administrativo G. Czermak escribe que la bibliografía relativa a la situación jurídica de la Iglesia en el marco del derecho público está redactada en un 95% de los casos «por juristas que son, cuando menos, muy próximos a aquellas y que ello tiene sus correspondientes repercusiones en el plano de la jurisprudencia». Consecuencia de ello es que las posiciones opuestas se consideran sin más extraviadas o indignas de ser citadas. Y actualmente no hay «ningún otro ámbito jurídico tan amplio en el que la bibliografía y la praxis jurídica se hayan alejado de tal manera de la letra y del espíritu de las normas fundamentales como en el caso del derecho público eclesiástico».

   Y los verdaderos responsables de que ello sea así no son otros sino aquellos juristas que preconizan la “catolización del derecho”.
En ese punto hay muchas cosas pendientes de una necesaria enmienda política. En el interim la Iglesia sigue viviendo alegremente de nuestro dinero. Ella no tiene, por supuesto, el más mínimo interés en que las cosas cambien. Es bien sabido que a la mayoría de los humanos les resulta muy difícil romper con lo que ya es habitual, con los tabúes, y ahondar en el trasfondo de esa cuestión de «la iglesia y nuestro dinero». La vigencia de esa zapatilla de freno psicológica que dificulta la ruptura de tabúes es algo que la iglesia y el estado sopesan conscientemente en sus comunes cálculos. Los clérigos viven como el ratón en medio del queso.

   Cuando se aborda la cuestión de la iglesia y el dinero el asunto de los impuestos eclesiásticos suele ser central. Es un tema conocido de todos, tanto si los pagan como si no (ya sería de desear que la gente tuviera el mismo grado de conocimiento respecto a los casos de concesión tácita de subvenciones a la Iglesia por parte del gobierno, de los autonomías,  de las diputaciones, de las cabezas de partido judicial y de los municipios). El concepto de ‘impuestos eclesiásticos’ desenmascara de por sí todo el sistema a cuyos propósitos sirve. El impuesto eclesiástico es un tributo forzoso, impuesto a todos los ciudadanos sin que éstos puedan hacer valer su derecho a contraprestaciones concretas. Un estado que, según la propia Constitución está obligado a tratar a todos por igual, no sólo garantiza la aportación de un tributo por parte de los ciudadanos, sino que, más allá de sus obligaciones constitucionales, recauda él mismo ese tributo por medios de sus organismos fiscales. Ningún otro grupo de intereses goza, ni de lejos, de semejante trato privilegiado.

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