sábado, 4 de abril de 2020

19. A mis sombras


A mis sombras
y a todos aquellos que, sin cambiar de lugar, de pronto, descubrieron que estaban solos.
Escribo este texto a rebufo del ajetreo del dinero fácil en una España que se preparaba para las grandes celebraciones del 92.
Los nuevos mecánicos de los engranajes del Estado se aplicaban en la estrategia que el marxista heterodoxo, Walter Benjamin, define como propia de la socialdemocracia: señalaron con el dedo un futuro prometedor para que se olvidase la sangre derramada en el pasado; la injusticia original que, medio siglo antes, les había arrebatado la legitimidad a quienes la ostentaban. El pacto que se les propuso a los españoles, bajo el razonable argumento de cambiar pasado por futuro, fue un cambio de ideología por bienestar: es decir, un trueque de verdad por dinero.

De hecho, quienes proponían esa transacción eran jóvenes que exhibían sus credenciales antifranquistas, reales o contrahechas. Algunos, pocos, procedían del bando de los vencidos, y promovieron el pacto porque temían que la revisión del pasado pusiera en peligro el frágil soporte de poder en el que acababan de encaramarse (temían los coletazos del viejo régimen: la intervención de lo que llamaron poderes fácticos). Aunque buena parte de quienes habían ocupado la élite en el antifranquismo y en el aparato del nuevo Estado eran hijos de los vencedores; para ellos hacer arqueología suponía sacar a la luz el ventajismo con el que habían alcanzado su posición, y dejar al descubierto el artificio que les permitía la continuidad en la cadena de riqueza y mando sin efectuar ni acto de contrición ni penitencia.
No puedo hablar sin hablar de cómo fueron aquellos años en que banqueros y millonarios se convirtieron en héroes populares. No sólo porque no hay nada que no tenga fecha y no sea fruta de su tiempo, sino porque, además, escribo precisamente como un antídoto frente a los nuevos virus que, de repente, nos han infectado: codicia y desmemoria. O, por ser más preciso ‑en la medida en que un texto seguramente no es antídoto de nada, no salva de nada‑, digamos que escribo con el afán de almacenar en algún lugar briznas de esa energía del pasado que desactivan, para guardar trazas de la página de historia que arrancan, o para salvar la parte de mí mismo que naufraga en ese confuso vórtice. A la gente, cuando tantas cosas se han venido abajo, le toca juzgar si aún tiene vigor lo que escribo.
Quiero que mis palabras sean algo así como una pila voltaica. Busco condensar las heridas que dejó la guerra, las traiciones, los cambios de bando, la ilegitimidad de la riqueza acumulada durante todos aquellos años, pero también el sufrimiento, la lucha por la dignidad de los vencidos. La ilegalidad. Sobre todo, quiero dejar constancia de eso: de la tremenda ilegalidad sobre la que se asienta todo cuanto están construyendo.
Hablo de una generación: la perdedora de la guerra, que no perdona que sus hijos, mis coetáneos, animados por la codicia, se hayan alineado con quienes los traicionaron. Pero también de aquellos hombres que, poco escrupulosos, enriquecidos en la posguerra y en cuyas palabras descubrimos una buena dosis de doblez, se sienten traicionados por sus hijos: éstos los desprecian porque tienen las manos manchadas, cuando aquéllos saben que, al ensuciárselas, les ha comprado la inocencia. También son coetáneos míos esos individuos resbaladizos, hijos del viejo régimen, que condenan al cazador pero no dudan en participar en el banquete en que se sirven las piezas capturadas.
He dicho que escribo esto como quien fabrica una pila voltaica para dejarla a disposición de la gente, aunque me parece que lo escribo, sobre todo, por egoísmo: para salvarme, para sacar la cabeza fuera de aquel remolino. Lo escribo porque no encuentro mi lugar en el nuevo mundo que nos estaban naciendo, porque braceo en vano sumido en un chupadero de frívola voracidad y desmemoria: por aquellos días en los que los ideales se invirtieron bruscamente, tengo la impresión de que no sabía quién era yo, ni en qué se habían convertido los demás. Escribo este díptico para volver a encontrarme, porque tengo mucho miedo de hacerme daño, o de que me hagan daño, o de hacer daño. Lo escribo por la misma razón por la que he seguido escribiendo durante más de treinta años. Escribo, por decirlo así, con esa apreciación de Lukács, un marxista ortodoxo, de que «el cielo estrellado de Kant no brilla ya más que en la noche oscura del conocimiento, y no alumbra ya los senderos de los caminantes solitarios: que en el Nuevo Mundo ser hombre quiere decir ser solitario. Y la luz interior no da evidencia de seguridad, o apariencia de ella, más que al paso siguiente. No irradia de los acaeceres y su intrincación sin alma».





miércoles, 1 de abril de 2020

18. Dónde se fraguó el verbo 'existir'



El verbo ‘existir’ se inventó, no hace tantos siglos; se inventó hace unos once o doce siglos, en las escuelas del Viejo Dios, en las escuelas de Teología, se inventó precisamente para Dios, no para otra cosa. Hacía falta un verbo que tuviera la bastante potencia de engaño para sostener el imperio del Señor que entonces hacía falta. Se inventó un verbo que, de una manera típicamente ambigua, quisiera decir ser el que se es, ser según lo que es; y por otro lado quisiera decir que lo había de eso, que estaba aquí presente. Las lenguas corrientes, la lengua de verdad, la lengua que no es de nadie, la lengua no conoce tal cosa, como ese trampantojo del existir. En lenguaje corriente se dice hay: hay agua, hay pan, o no hay agua, no hay pan.
Cuando el ateísmo toma una voz relativamente popular, jamás se le ocurrirá la estupidez de decir: Dios no existe. Una estupidez que va contra el hecho mismo de que Dios es precisamente el que existe. El pueblo desde abajo lo más que hará será aventar, como tantas veces ha aventado: ¡no hay Dios! ¡no hay Dios!, empleando el lenguaje corriente; pero si os dejáis coger por el existir estáis perdidos porque el verbo se inventó precisamente para Dios y para sostener el Poder de Dios; el verbo por desgracia ‑esa es nuestra desgracia‑ aunque partía de las escuelas y de la Teología, en todas las lenguas de Europa se ha generalizado mucho, se ha hecho, no diré tanto como popular, pero usual; se oye a cada paso, especialmente por labios de gente más o menos pedante, como en el caso extremo de aquel locutor al que una vez oí decir: «Mañana existirán algunos nublados...»
Decir que ‘existe’ es no decir nada, pero esa es la virtud precisamente de ese verbo, porque cuando se dice: «hay Dios» o «no hay Dios», Dios está en el decirlo, pero cuando se dice «Dios existe» o «Dios no existe», Dios se queda fuera y parece que con el verbo se está diciendo de él algo, como si se dijera: «es alto, es bajo, tiene barbas, es viejo, es joven», no se dice nada. Cuando se dice «Dios existe», no se dice nada, porque Dios ha quedado ya puesto en la primera parte de la frase (como Sujeto) y la segunda (donde el predicado es el verbo mismo) es un vacío que se añade, pero este vacío, este es el poderoso, este es el confirmador, este es el que da la impresión de que eso de decir ‘existe’ o ‘no existe’ es decir algo, precisamente cuando no se está diciendo nada.
¿Cómo Dios no va a existir si no tiene otra cosa que hacer?
Anoto incidentalmente que en el punto en que aparece la cuestión del uso no copulativo de la cópula en las lenguas indoeuropeas, el uso, por decirlo brevemente, de έστі copulativo, con la función de ‘es’, como εστі, con la función de ‘hay’. Obsérvese que la reducción de ambas funciones a una exige pensar en un mero signo de predicación, usado en una doble condición sintáctica (y prosódica), para Predicación simple y para Predicación compleja; que nuestras lenguas han ido continuamente generando índices del tipo hay que eliminan la apariencia bimembre de la predicación; y sólo en contra aparece en el lenguaje escolástico y teológico‑pedagógico un verbo como ‘existe’.
Este verbo ‘existe’, impuesto como cultismo a todas nuestras lenguas desde el lenguaje de la Escuela, que pretende presentar el índice de predicación (unimembre) como un Predicado, que de por sí dice algo, tiene su Sujeto correspondiente en aquel nombre, propiamente único, que en nuestras lenguas pretendía confundir en su significación la de nombre común y la de nombre propio, el momento de deixis y anáfora con el de la significación: históricamente, en efecto, cabe concebir Dios como una síntesis de Ζεύς y θεός. Pero nótese que jamás el ateísmo popular ha pronunciado fórmula de tan íntima pedantería como
a) Dios no existe,
sino que lo que dice el ateísmo popular es solamente
a’) No hay Dios.

sábado, 21 de marzo de 2020

17. Los valores


Quiero glosar, aunque sea fuera de contexto, una insólita ironía de don Antonio Valdecantos en el artículo absolutamente excepcional El súbdito adulado. Se trata de estas palabras: «Una tierna y entrañable preocupación por lo que se llama valores», si examinamos lo que hoy se entiende por ‘valores’ veremos que su contexto favorito es el que los remite a ‘los jóvenes’: en ellos es en los que suelen echarse en falta y por ellos se lamenta la despreocupación de los adultos en la familia actual y la incompetencia de las instituciones de enseñanza; la ‘ausencia de los valores en la juventud’ es la más recurrente cantinela pedagógica de quienes no tienen nada que decir.
Por esta vía acaba resultando que los llamados ‘valores’ son una cosa que se cumple en el culto y el cultivo de vacías capacidades funcionales enfáticamente elevadas al rango de virtudes, aunque carentes de otra determinación que la de su eficiencia para el logro de un propósito, para el éxito en sí mismo. Con ellas pasa lo mismo que cuando se dice: ‘es un muchacho muy motivado’, y no hay que preguntar en qué y por qué, o cuando un inspector viene de supervisar uno por uno a los alumnos de un colegio, e informa: «Estupendo, los he encontrado a todos muy motivados», y nadie espera una palabra más. Los valores motivan, y ‘el estar motivado’, como lugar genérico para ellos, puede tenerse ya por un valor. Si el estar motivado es por sí solo digno de alabanza, con la misma gratuidad las capacidades funcionales, por el solo hecho de servirle de instrumentos, merecen encarecimiento de virtudes; una cosa tan necesaria y exclusivamente funcional como el esfuerzo es una gran virtud, y en un deportista llega a veces a elevarse a ‘heroica generosidad’ de quien lo da todo de sí mismo.
Así pues, los valores se detienen en lo instrumental porque para ellos el lograr en sí mismo prevalece absolutamente sobre lo que se logra. El contenido de lo que se logra es sustituido y anulado por el mérito de la acción de lograr. El aristocrático lema del blasón de los valores dice así: «lo que importa es lograr, ese debe ser tu honor y tu gloria; no recojas y guardes lo logrado como la vil hormiga, déjalo que se vaya a la basura».


16. Senelidad: Rafael Argullol



   Es característico de la vejez espiritual refugiarse en lo inevitable. La realidad está determinada por un conjunto de leyes que no deben ser evitadas y que sólo imprudentemente pueden ser vulneradas. Aunque no conozcamos con exactitud la fuente legitimadora de tales normas y aunque tal vez vislumbremos con mayor o menor claridad su injusticia, es aconsejable una actitud de prudente respeto. Al fin y al cabo no son sólo los principios que rigen la realidad, sino que emanan directamente de ella. Son, por tanto, inevitables, pues la realidad se reproduce a sí misma. Toda actitud que desconozca o desdeñe esta verdad deriva de la pasión, y por añadidura, de la pasión por lo irreal.

   Hasta hace poco tiempo, como es sabido, estar imbuido por tal pasión no era un hecho vergonzante, sino que, al contrario, parecía un motivo de orgullo para quienes la detentaban. Identificada con la rebeldía ‑política, ideológica o simplemente mental‑, era voceada con altivez contra los centinelas, o siervos, de la realidad. Veíase en ella una superior sabiduría de la vida, importando poco si ésta pecaba de inexperimentada, de fantasiosa, de salvaje. Creíase que con ella era posible conquistar cielos. Ahora, sin embargo, ha sido arrojada a los infiernos de la inteligencia, y además no está de moda.

   Ahora es de buen gusto tener los pies férreamente fijados al suelo, y lo inteligente es acogerse con destreza a la sabiduría de la senilidad. Los que la han practicado desde siempre ‑esos en los que el nacimiento biológico coincide con la senectud espiritual‑ se mueven, claro está, como pez en el agua; pero también los advenedizos han aprendido a nadar en este mar apacible con notable rapidez, y con igual celeridad han comenzado a gozar del discreto encanto de sus ventajas. ¿Para qué seguir rindiendo culto a lo inalcanzable cuando se puede disfrutar, con un sentimiento de renuncia cada vez más diluido, de lo que está al alcance de la mano? Lo que ahora está de moda es el culto de la realidad. Quizá en él no se halle el goce intenso, mas demasiado quimérico, de la pasión; pero, como contrapartida, sí permite un hedonismo ligero y perspicaz.

   Únicamente hace falta mirar alrededor, aseguran los nuevos hedonistas al justificar su nuevo culto. ¿Es éste un mundo apto para las pasiones? Evidentemente no. Es más: el mundo actual ha reducido a temeraria irresponsabilidad la pasión por lo irreal. Nos guste o no nos guste ‑continúan‑, la historia, que sí estuvo henchida de pasiones ‑y de guerras, por tanto‑, nos ha abocado a un escenario que prohíbe expresamente toda pasión. La historia se ha nutrido de ideologías, revoluciones e irrealidades. Ello era posible, y lícito, en el pasado, pero actualmente el espíritu de la guerra se ha erigido en el albacea absoluto de la realidad. Y no podemos sino ser responsables ante este hecho.


miércoles, 11 de marzo de 2020

15, Europa: una trampa que se nos ha convertido en destino



Azares ingobernables, ocasiones de vertiginoso progreso, hundimientos violentos, imposibilidad de aplicar cualquier estrategia, esperas tediosas, retrocesos fatales y, cuando se está cerca de la victoria, una vuelta a empezar que tan solo un momento antes habría parecido inconcebible. Laberintos, cárceles, pozos, dados, calaveras, rescates. Podría tratarse, qué duda cabe, de España, pero convengamos en que se está hablando del juego de la oca. «De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España / porque termina mal», dejó dicho Jaime Gil de Biedma, dando a entender que lo natural de las historias es acabar bien y que, de no hacerlo, siempre cabrá encontrar alguna anomalía que lo explique todo, un gato negro que se cruzó en el camino y que echó los tiempos a perder, dejándolos irreconocibles. Sería muy poco edificante enseñar en las escuelas que toda historia ‑y no solo la de España‑ es como el mencionado juego infantil, que lo normal es tener que volver a empezar cuando se está en puertas de un éxito tenido por definitivo y que los triunfos, de darse, se deben a un azar ciego y no tienen nada que ver con la inteligencia ni con la virtud.
La pregunta decisiva, tan cansinamente repetida en los últimos años, no puede resultar más familiar: ¿qué es exactamente ‑y en el adverbio se hará el mayor hincapié‑ lo que ha tenido que ocurrir para que todo se haya ido al traste cuando mejor iban las cosas y cuando parecía que por fin la prosperidad formaba parte de nuestro destino? La experiencia enseña que se puede tardar siglos en contestar a esta clase de preguntas. Pero conviene decirlo con claridad: en apenas unos años se ha producido el desplome más aparatoso imaginable del conjunto de supuestos en torno al cual ha girado durante por lo menos el último siglo la modernización del país. Cuando ocurre una cosa así, es difícil que las aguas vuelvan pronto a sus cauces, y más vale inventar otros supuestos o acostumbrarse a vivir sin ellos.
Lo que se ha venido abajo es la construcción intelectual que se impuso con el descrédito de la retórica del 98, cuando la generación de Ortega sustituyó el lenguaje del imperio perdido y de la Castilla mística por el de la nación joven y la Europa promisoria. Hace ya más de 100 años, un puñado de intelectuales inventó su propia Europa y se dispuso a convencer al país de las bondades de su mito. Que a partir de 1914 esta misma Europa se desangrara en la más siniestra orgía de muerte que han conocido los siglos era una anécdota muy secundaria para cualquier profesor madrileño de pro. Con más o menos experiencia y viajes a sus espaldas, el ensayista español es una criatura prodigiosamente apta para prescindir de la realidad, ya lo haga desde Salamanca, ya desde Marburgo. La historia de España, se pensó entonces, ha sido siempre el juego de la oca, pero nuestra condición miserable, azarosa y rezagada puede enmendarse dejando fluir la vitalidad del país y educándola con un poco de cosmopolitismo viajero y cierta dosis de periodismo cultural.
Un siglo de retórica europeísta debería haber sido bastante para que hasta el más escéptico se persuadiera, aunque fuese por aburrimiento, de que la asimilación a Europa se había producido ya. Pero lo que se ha venido abajo en estos años es el convencimiento de que nuestra secular conjunción de azar, miseria y atraso había quedado exorcizada para siempre, y de que, con razonable certeza, estábamos inmunizados contra ella. ‘Europa’ era el nombre de esa inmunidad, y entrar en Europa era, exactamente, abandonar para siempre el juego de la oca.
La quimera de la España europea era, en verdad, un castizo producto picaresco. Ha llegado la hora, se juzgó, de quedarnos astutamente con lo bueno del norte y lo bueno del sur: pensiones, subsidios, sanidad y enseñanza como los protestantes, pero sol, calle, taberna y fiesta como siempre se han disfrutado aquí. Es preciso reconocer que la idea española del papel del país en Europa se fundaba en toda clase de errores. La palabra ‘Europa’ estaba libre de cualquier connotación desfavorable: era la tierra de la ciencia, de la ópera, de la filosofía, de las catedrales góticas y del laicismo, así como de la tolerancia y hasta de la licencia en materia de sexo; la patria de las personas educadas, prósperas y bien alimentadas y el lugar al que genuinamente pertenecíamos y del que nos habían sacado violentamente la Mesta, la Escolástica y la Inquisición.
No es necesario dar detalles sobre el destino que a España le estaba reservado por Europa ni sobre la ilusa insensatez que nos llevó a ignorarlo. En verdad es necesaria una mitología muy fantástica para llegar a pensar que un súbdito de Madrid, de Valencia o de Huelva pertenece, de hecho, a Europa, y no a sus pintorescos arrabales. El resultado era fácil de predecir: querer lo mejor del norte y lo mejor del sur fue un excelente medio para lograr lo peor de ambas latitudes. O, por lo menos, ese parece que va a ser nuestro destino: ascetismo protestante y pobreza mediterránea; una robusta ética del esfuerzo y el sacrificio, pero no para enriquecernos, sino para vivir bastante peor que hasta ahora, evitando de este modo, se dice, el vivir muchísimo.
Nuestra disciplina y abnegación futuras, genuinamente protestantes al fin, no están destinadas a ponernos a la cabeza de Europa, sino a ganarnos el derecho de no ser expulsados de su cola. «¡Que inventen ellos!», proclamó Unamuno con toda la ingenuidad de quien pensaba que la tecnociencia moderna es algo que se admite o se repudia libremente. Pero, 100 años después, las cosas son más siniestras de lo que Unamuno hubiera podido llegar a sospechar: claro que inventaremos nosotros (se nos adiestró para ello en épocas de prosperidad), pero nos tendremos que marchar de aquí para poder hacerlo. El culto al esfuerzo, tan cacareado por nuestros capataces, no será premiado con las recompensas propias de países con más solera capitalista que el nuestro, sino tan solo con una humilde y subalterna supervivencia. Conviene que nos enteremos con toda claridad de que el sacrificio que se nos pide es el propio del buen futbolista, del buen camarero y del buen crupier, porque es preciso no olvidar que nuestro espacio y nuestro tiempo fueron concebidos para el ocio.
Somos cigarras que tienen que hacer de hormigas para las temporadas en que las hormigas gusten de hacer de cigarras. Deportes, turismo y juego serán los ‘valores’ de la Marca España, un espacio de la Europa suburbial que quizá tenga un prometedor futuro si se olvida de su gusto por el ocio propio para trabajar frenéticamente por el ajeno. Todavía se tardará un poco en adaptar nuestra idea de Europa a la ubicación suburbial que nos corresponde. La pertenencia europea de España constituye, desde luego, un hecho, pero ya no es posible verlo como un hecho gozoso ni como una vibrante ilusión. Nunca vamos a ser lo que nuestras minorías modernizadoras nos dijeron que íbamos a ser, y conviene acostumbrarse cuanto antes a esta mala noticia. Mientras dure su asimilación, hay dos mudanzas mentales de cierta urgencia. La primera, que a muchos resultará humillante, consiste en comprender que el suburbio de una ciudad tiene a veces más que ver con el suburbio de otras que con los barrios residenciales de la propia. La segunda, que a las humillaciones históricas debe responderse, cuando menos, con dignidad, aunque esto implique cambiar el gesto, y sustituir la mueca satisfecha del nuevo rico por la sobria cólera de quien se dejó enredar en una trampa que se ha convertido en destino. En el casino nacional futuro no faltará quien, con las mejores razones, pida jugar un rato a la oca.

martes, 10 de marzo de 2020

14, ¿Libertad amenazada o feroz apología del liberalismo?



Nuestro siempre querido y benemérito, ilustrado, huecograbado, grapado, encuadernado y siempre cargado y hasta sobrecargado de razón diario monárquico de la mañana, el ABC, debía de tener en nómina para la merecidamente prestigiosa sección zig‑zag un par de grandes talentos, modestamente anónimos, que a menudo acertaban a admirarnos y deleitarnos con sus no por agudamente críticos menos ponderados comentarios sobre todo lo humano y aun sobre lo divino, ejerciendo, en verdad, como auténticos maîtres á penser, aquel magisterio de opinión que tantos echamos a faltar en la desorientada sociedad española. Una vez más, en el zig‑zag, supieron deslumbrarnos con la crítica, no por severa menos respetuosa y constructiva, del epígrafe oportunamente resaltado con recuadro y titulado Contra el limitador de velocidad, que merece ser transcrito por entero:
«La propuesta del director general de Tráfico consistente en instalar un limitador de velocidad en los automóviles para que no puedan superar los 130 kilómetros por hora ha sido rechazada por especialistas, fabricantes, aseguradores y entidades automovilísticas. El aumento de los accidentes de tráfico mortales durante este verano puede explicar que Muñoz Repiso haya sondeado la opinión pública acerca de un aparato que se ha instalado ya en algunas series de ciertas marcas. Con independencia del quebranto que semejante medida entrañaría para las ventas de coches de gran cilindrada, cabe criticar tanto su inutilidad como su abusiva restricción de la libertad. Hay quienes piensan que podría incluso aumentar el número de accidentes al provocar una pérdida de potencia en los vehículos en maniobras que pueden requerir un incremento de la velocidad [¡magnífica paráfrasis para evitar delicadamente la siempre ominosa palabra adelantamientos’!]. La medida, tan equivocada como bien intencionada, entraña además una paternalista limitación de la libertad individual».
No es necesario encarecer la manifiesta clarividencia y la penetración intelectual con que el anónimo autor acertaba, en tan pocas líneas, a descubrirnos la sustancia teórica de la cuestión: que el miedo a la velocidad es, por donde quiera que se mire, represivo, o, por usar la clásica expresión de Erich Fromm, literalmente miedo a la libertad’. Aun yo mismo, que padezco el humillante handicap de no haber aprendido a guiar un auto, me doy perfectamente cuenta de hasta qué punto la velocidad es no solamente el símbolo supremo, sino también la verdad fundamental de la libertad individual y de la autoafirmación y autorrealización del individuo. ¿Qué eran sino expresión de la libertad individual, del dominio del hombre sobre la naturaleza a través de la velocidad, aquellos dos enormes glandes de hierro niquelado, que en los autos americanos de los años 50 reforzaban el parachoques delantero (acaso con el fin práctico sobreañadido de que la cabeza del atropellado no rompiese los cristales de los faros?
Pero se trata, además, de una libertad individual que tiene los benéficos efectos de reducir, por una parte, el ingente despilfarro estatal que suponía el mantenimiento de unos transportes públicos, como el de la RENFE franquista, que apestaban, por añadidura, al jurásico estatalismo de una ideología colectivista hoy, por fortuna, definitivamente derrotada y trasnochada, y renovar, por otra parte, aunque tal vez no tan rápidamente como sería de desear, la obsoleta y hasta paleozoica cutrez de la urbanística de las viejas ciudades europeas (como demuestra su total inadecuación a las necesidades de aparcamiento de los automóviles, obligando al peatón, y en especial a las pobres amas de casa que empujan el cochecito que transporta la delicada carga de sus niños o acarrean la pesada bolsa de dos ruedas en la que traen la compra, a la incomodidad de tener que dar todo un rodeo para franquear la cerrada barrera de automóviles), abriendo con ello el paso a nuevos esplendores del arte arquitectónico y dando, a la vez, un vigoroso impulso a la creación de riqueza derivada de la empresa inmobiliaria.
La actitud, tan sólo en apariencia inocentemente timorata ante los riesgos de la velocidad ‑que es el máximo signo del Progreso a la vez que su logro más deslumbrador‑ pero en el fondo solapadamente reaccionaria de los hoy encubiertos enemigos de la Sociedad Abierta y de su valor supremo, la libertad individual, no repara, naturalmente, en el enorme perjuicio económico, con secuelas de alcance imprevisible para el desempleo, que la limitación de velocidad podría acarrearle al importantísimo ramo empresarial de las industrias y servicios relacionados con el automovilismo, desde las fábricas de autos hasta las compañías de seguros, pasando por gasolineras y talleres de reparación, ignorando deliberadamente y del modo más irresponsable y temerario hasta qué punto el consumo no es un fin en sí, destinado a satisfacer el egoísmo de sórdidas necesidades o míseros caprichos personales y domésticos, sino un auténtico servicio público, y hasta un deber de ciudadanos, absolutamente indispensable para la buena marcha, el mantenimiento y el constante crecimiento de la producción, con el fin último de la creación de riqueza. Esa limitación de velocidad que trataban de imponer sería, por último, gravemente atentatoria contra los legítimos derechos de los propietarios de automóviles de gran cilindrada, que, en razón del alto precio que tienen que pagar por sus vehículos, no sólo son los que soportan el mayor gravamen tributario que va a engordar las insaciables arcas de la Administración (amén de que, por añadidura, y dicho sea de paso, seguiremos estando en una situación de auténtica extorsión fiscal por parte del Estado, mientras los derechos de cada ciudadano no sean directamente proporcionales al monto de los impuestos que se vea forzado a pagar contra su voluntad, por culpa de la arbitraria y sospechosamente demagógica y hasta electoralista falta de equidad de la actual legislación impositiva), sino también los que, con ese magnánimo gesto de desprendimiento con que ni tan siquiera andan mirando la etiqueta que marca el ingente precio de sus automóviles, contribuyen en mayor grado, desde el lado del consumo, a la creación de riqueza nacional.
La limitación de la velocidad automovilística entraría, en fin, en hiriente y hasta ofensiva contradicción con el grandioso empeño con que el hombre ha luchado y se ha sacrificado a lo largo de la historia hasta alcanzar la libertad del individuo y en aras de la cual aún hoy se arriesga a los estragos de las mareas negras, con pérdidas de millones de dólares, ya por los daños producidos, ya por los gastos que impone el reabsorberlas. ¡Supremo bien de la libertad individual, por cuya causa hubieron de morir recientemente millares de kuwaitíes y fue preciso sacrificar centenas de millares de iraquíes y hasta más de 80 norteamericanos! ¡Supremo bien, en cuyo ejercicio y por cuya conservación aceptan anualmente de buen grado hacer ofrenda de sus propias vidas hasta cinco millares de usuarios de automóvil españoles, por no hablar de los peatones! ¡Supremo bien, en defensa del cual millares de campesinos se avienen gustosamente al patriótico sacrificio de ver multiplicada por 50 o por 100 la distancia que antes de la interposición de las autovías (alambradas por ambos lados a lo largo de todo su trayecto no sólo para que el automovilista pueda gozar de la plenitud de su libertad individual a través del cosquilleo que le sube por todo el cuerpo desde la punta del pie con que mantiene pisado a fondo el acelerador, sino también, no lo olvidemos, para salvar vidas de peatones) separaba su aislado caserío del de otros campesinos amigos o parientes!
La limitación de la velocidad automovilística sería, así pues, el más gratuito y más infame insulto a tantos sacrificios en favor de la libertad individual y a quienes por amor de ella supieron aceptarlos y sufrirlos, pero sobre todo y muy especialmente para esos auténticos mártires de la libertad individual, conscientemente dispuestos a inmolar sus vidas, a veces achicharrados en la viva llama de sus bólidos volteados e incendiados, como son los heroicos corredores de las grandes carreras de automóviles, como las tristemente célebres y por lo mismo tanto más fervorosamente concurridas y admiradas de Le Mans o Indianapolis.