A mis sombras
y a todos aquellos que, sin
cambiar de lugar, de pronto, descubrieron que estaban solos.
Escribo este texto a rebufo del ajetreo del dinero fácil en una
España que se preparaba para las grandes celebraciones del 92.
Los nuevos
mecánicos de los engranajes del Estado se aplicaban en la estrategia que el
marxista heterodoxo, Walter Benjamin, define como propia de la
socialdemocracia: señalaron con el dedo un futuro prometedor para que se
olvidase la sangre derramada en el pasado; la injusticia original que, medio
siglo antes, les había arrebatado la legitimidad a quienes la ostentaban. El
pacto que se les propuso a los españoles, bajo el razonable argumento de
cambiar pasado por futuro, fue un
cambio de ideología por bienestar: es decir, un trueque de
verdad por dinero.
De hecho, quienes proponían esa transacción eran jóvenes que
exhibían sus credenciales antifranquistas, reales o contrahechas. Algunos,
pocos, procedían del bando de los vencidos, y promovieron el pacto porque
temían que la revisión del pasado pusiera en peligro el frágil soporte de poder
en el que acababan de encaramarse (temían los coletazos del viejo régimen: la
intervención de lo que llamaron poderes fácticos). Aunque buena parte de
quienes habían ocupado la élite en el antifranquismo y en el aparato del nuevo
Estado eran hijos de los vencedores; para ellos hacer arqueología suponía sacar
a la luz el ventajismo con el que habían alcanzado su posición, y dejar al
descubierto el artificio que les permitía la continuidad en la cadena de
riqueza y mando sin efectuar ni acto de contrición ni penitencia.
No puedo hablar sin hablar de cómo
fueron aquellos años en que banqueros y millonarios se convirtieron en héroes
populares. No sólo porque no hay nada que no tenga fecha y no sea fruta de su
tiempo, sino porque, además, escribo precisamente como un antídoto frente a los
nuevos virus que, de repente, nos han infectado: codicia y desmemoria. O, por ser
más preciso ‑en la medida en que un texto seguramente no es antídoto de nada,
no salva de nada‑, digamos que escribo con el afán de almacenar en algún lugar
briznas de esa energía del pasado que desactivan, para guardar trazas de la
página de historia que arrancan, o para salvar la parte de mí mismo que
naufraga en ese confuso vórtice. A la gente, cuando tantas cosas se han venido
abajo, le toca juzgar si aún tiene vigor lo que escribo.
Quiero que mis palabras sean algo así como una pila voltaica. Busco
condensar las heridas que dejó la guerra, las traiciones, los cambios de bando,
la ilegitimidad de la riqueza
acumulada durante todos aquellos años, pero también el sufrimiento, la lucha
por la dignidad de los vencidos. La ilegalidad. Sobre
todo, quiero dejar constancia de eso: de la tremenda ilegalidad sobre la que se
asienta todo cuanto están construyendo.
Hablo de una generación: la perdedora de la guerra, que no perdona
que sus hijos, mis coetáneos, animados por la codicia, se hayan alineado con
quienes los traicionaron. Pero también de aquellos hombres que, poco
escrupulosos, enriquecidos en la posguerra y en cuyas palabras descubrimos una
buena dosis de doblez, se sienten traicionados por sus hijos: éstos los
desprecian porque tienen las manos manchadas, cuando aquéllos saben que, al
ensuciárselas, les ha comprado la inocencia. También son coetáneos míos esos
individuos resbaladizos, hijos del viejo régimen, que condenan al cazador pero
no dudan en participar en el banquete en que se sirven las piezas capturadas.
He dicho que escribo esto como quien fabrica una pila voltaica
para dejarla a disposición de la gente, aunque me parece que lo escribo, sobre
todo, por egoísmo: para salvarme, para sacar la cabeza fuera de aquel remolino.
Lo escribo porque no encuentro mi lugar en el nuevo mundo que nos estaban
naciendo, porque braceo en vano sumido en un chupadero de frívola voracidad y
desmemoria: por aquellos días en los que los ideales se invirtieron bruscamente,
tengo la impresión de que no sabía quién era yo, ni en qué se habían convertido
los demás. Escribo este díptico para volver a encontrarme, porque tengo mucho
miedo de hacerme daño, o de que me hagan daño, o de hacer daño. Lo escribo por
la misma razón por la que he seguido escribiendo durante más de treinta años.
Escribo, por decirlo así, con esa apreciación de Lukács, un marxista ortodoxo,
de que «el cielo estrellado de Kant no brilla ya más que en la noche oscura del
conocimiento, y no alumbra ya los senderos de los caminantes solitarios: que en
el Nuevo Mundo ser hombre quiere decir ser solitario. Y la luz interior no da
evidencia de seguridad, o apariencia de ella, más que al paso siguiente. No
irradia de los acaeceres y su intrincación sin alma».